Día 15. 14 de diciembre

MES DE LA SAGRADA FAMILIA

CON LA SAGRADA FAMILIA
Autor: H. Francisco Cabrerizo Miguel
Madrid, 2010
Propiedad Intelectual – Derechos Reservados
Edita: Hermanos de la Sagrada Familia

15.-JESUS CRECIA. (Lc. 2, 40) (Lc 2, 52)

Jesús crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él. (Lc. 2, 40)
Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres. (Lc 2, 52)

Con estas brevísimas palabras resume Lucas la estancia entera de Jesús en Nazaret. Años de infancia, de adolescencia, de juventud, incluso el inicio de la edad madura. Todo se resume en dos palabras: Jesús crecía. No dice hacerse adulto, sino crecer en compañía de los suyos. Dar cabida a Dios y a sus manifestaciones en el trabajo de cada día, en las preocupaciones y ocupaciones de la vida. Mantener la sensibilidad del niño, la actitud y la mirada del niño según van pasando los años. Mantener vivo el niño que llevamos dentro y que nos permite entrar en el reino de Dios.

Jesús crecía. Y ¿cómo crecen los niños? Con Christian Bobin podemos decir que “los niños crecen como los árboles: hundiendo sus raíces en el suelo materno de una palabra, de una caricia, entre abrazos, elevando las ramas de sus pensamientos hacia la luz del exterior, alzando los brazos hasta el cuello de la madre” (Cfr. Le très-Bas,pág. 33 de Ed. Gallimard). El niño crece siempre con su madre. Los dos nacen el mismo día: el uno como niño y la otra como madre. Jesús creció con María. Crecían los dos al mismo tiempo. Maravillosa simbiosis. La madre hacía crecer al Hijo y el Hijo alimentaba el crecimiento de la madre. Así sucede siempre en la vida humana y en la vida espiritual.
Pero, ¿quién alimentaba el crecimiento del Hijo? Ciertamente que las caricias, cuidados, observaciones y atenciones de la Madre. Incluso la magia de los lugares y la novedad de las situaciones. Las sorpresas de lo inesperado y lo extraordinario en un pueblo pequeño y aburrido. Pero sobre todo Dios. El Dios del silencio, el que habla a Elías en el susurro de una brisa, el que conversa con Adán cada tarde en el paraíso, el que parece eternamente dormido bajo su árbol de eternidad. El Dios de los humildes, que habita en aquellos que acogen su palabra. El Dios que habita en cada madre y que da una caricia o un cachete, según convenga en el amor al hijo. Es el Dios próximo, vecino, metido en la vida sin hacer ruido. Es este Dios más que el Dios de los ejércitos, el Dios de los cielos, el Altísimo, el Dios del Sinaí, con la tempestad impresionante, el Dios del juicio final, el Dios del poder infinito. Con este Dios se puede negociar, pactar, llegar a acuerdos tranquilizadores, duros y costosos a veces. Hasta admite sacrificios. Con el otro, con el Dios de la infancia no se puede hacer nada. El es la parte sorprendente de la vida, la que no concuerda con la lógica, lo irracional porque es sencillo, es parte del infinito. No se puede creer en Él. Solamente pide el corazón, nunca la razón. No se le puede comprar.

Qué difícil de entender este misterioso crecimiento de Nazaret, en este siglo de eficacias, de demasiado poder, de sociedad del bienestar, del dios de la razón y de la sinrazón. Para los niños, y todos somos niños en este crecimiento, no hay tiempo: los padres tienen multitud de ocupaciones, la familia no se encuentra casi nunca junta, la gente tiene cantidad de horas de independencia y soledad, la comunidad arrastra sus propios proyectos que no llevan a ninguna parte, la persona vive estresada por experiencias que llegan sin pedirlas, y siempre tengo algo mío que hacer aunque viva en el aburrimiento. Somos reyes en un desierto. Vivimos en una soledad poblada de aullidos. Y nos gritan con fuerza a los ojos. Antes se gritaba a los oídos. Hoy, el ruido aturde tanto que es necesario gritar a los ojos. Ahí están los anuncios en movimiento, los paneles luminosos, el movimiento parpadeante del neón, la televisión que devora las horas del día. Y así, ¿quién nos ve crecer? Nadie, excepto Dios. Para los más próximos se pasa desapercibido, a lo sumo se alegran o se irritan según las circunstancias, porque incluso cuando se ama hay eclipses que impiden ver el desarrollo de la vida o que impulsan la lucha y el enfrentamiento para enderezar la ruta. En Nazaret se crece en la escucha, como María, la hermana de Lázaro, aunque haya tantísimas cosas que hacer. Escucha serena y docilidad interior, saboreando la vida escondida en el amor. Se crece con el corazón. Se crece manteniéndose niños. Este es el secreto.

Teresita de Lisieux lo entendió de maravilla. También Francisco de Asís, Carlos de Foucauld, y todos los grandes hombres de la vida. “Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” dice Jesús desde la experiencia de su crecimiento. Otros, como Pablo de Tarso, lo aprenden y lo viven desde la perspectiva del corazón, que hace ver las cosas como no son para manifestar mejor cómo son. Para Pablo, su vivir es Cristo, todo lo que no sea Cristo es basura, por precioso que parezca. ¿Quién me separará del amor de Cristo? ¿La espada, el hambre,...? Ni la vida ni la muerte podrán separarme de Cristo. Es lo irracional del enamorado, lo absurdo del que ama, la infancia en el adulto. En definitiva: siempre Nazaret. Cristo crece, entregándose al Padre, en la magia siempre nueva del amor a sus vecinos de Nazaret, en los vecinos de siempre de Nazaret. Es aquí, en Nazaret, donde debe estar afincada espiritualmente nuestra residencia. ¡Qué difícil es crecer en otro lugar!

Y crece en sabiduría. Esta sabiduría resalta, agranda y hace ver muy nítido aquello que se espera. Distingue muy bien lo que tiene valor de aquello que presentan como valioso, incluso como imprescindible, moderno, actual, pleno de felicidad. Esta sabiduría descubre el tesoro escondido y compra el terreno que lo oculta empeñando la vida. Es capaz de distinguir la perla valiosa y empeñar la ganga de las necesidades inveteradas y casi compañeras ya del vivir. Rápidamente intuye que la familia, la fraternidad, la relación, la comunicación, la persona, el compartir, son siempre más valiosas e importantes que las cosas, por preciosas y necesarias que parezcan. Para la sabiduría, trabajar en un taller treinta años, metiendo a Dios en cada respiro, es elegir bien, aunque haya tantas injusticias que arreglar, tantas necesidades que socorrer.

Pablo nos habla de la sabiduría de la cruz “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el maestro? ¿Dónde el estudioso de este mundo? ¡Dios ha convertido en tontería la sabiduría del mundo! El mundo, con su propia sabiduría, no reconoció a Dios en la sabiduría manifestada por Dios en sus obras. Por eso Dios ha preferido salvar a los creyentes por medio de una doctrina que parece una locura. Porque los judíos piden milagros, y los griegos buscan la sabiduría; pero nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero poder y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos. Pues la locura de Dios es más sabia que los hombres; y la debilidad de Dios, más fuerte que los hombres”. (1Cor. 1, 20-25) Nazaret participa plenamente de esta sabiduría de Dios e incluso la manifiesta en elocuentes palabras de silencio. Crecer en la sabiduría del “siervo de Yahvé” sin hacer ruido, en obediencia, sin terminar de romper la caña ya doblada

Este crecimiento de Jesús, que le permite ser perpetuamente niño para manifestar el reino de Dios y anunciar la buena nueva, es el fruto de su vida en Nazaret. Habitualmente se dice que la infancia es la flor de la vida y que el estado adulto es el fruto. En Nazaret es a la inversa: la infancia espiritual es el fruto y el estado adulto, el que obedece a la razón, el que sabe adivinar el futuro y asegurar el presente, el experto en cálculos y resultados, el que conoce y aplica leyes, se queda en flor, no llega a granar ni a madurar. Cristo nos revela que no se puede conocer al Dios de las Alturas sin conocer al Dios del suelo. Que para llegar a Dios hay que bajar, descender, ponerse a la altura del más pequeño. Que Dios se encuentra en lo cotidiano de la vida, en las personas que respiran el mismo aire, en los que se arrastran o caminan por la vida sin la luz de la luciérnaga.

Lucas nos narra que Jesús crece en familia, en la comunidad, en la Iglesia. Cristo no encaja en un crecimiento en solitario. No puede crecer sin la comunidad, sin el otro. Necesita una madre y una familia. Para que Cristo crezca en nuestras vidas necesita la misma madre y la misma familia prolongada en el tiempo a través de la aceptación de la Palabra. Y también necesita una tierra, un lugar concreto, con sus problemas y novedades, con sus fiestas, alegrías y penas. Con José aprende el oficio con que sirve a la sociedad y se gana el sustento diario. Aprende también con José la paciencia, la obediencia a las leyes civiles, el juicio sobre la situación social y política de su tiempo, el ser ciudadano en un pueblo oprimido. Aprende la observancia de la ley, la asistencia al culto, a la sinagoga, la visita anual al templo de Jerusalén. Y también la fidelidad y la obediencia a los planes de Dios. Aprende de José a ser “varón justo”. Cristo solamente puede crecer encarnado, hecho carne comunitaria, familiar, personal. No crece en una espiritualidad vacía o en una infancia espiritual de carencias sicológicas. Crece en una actitud vital, una postura, un criterio. Crece cuando el amor y el corazón guían a la razón. Y esto, en compañía de los suyos. Dando cabida a Dios y a sus manifestaciones en el trabajo de cada día, en las preocupaciones y ocupaciones de la vida.

Este crecimiento exige renuncia al yo personal, voluntad decidida de aceptar el querer de Dios y dejarse guiar por el Espíritu. En términos paulinos, éste es también uno de los aspectos más significativos de nuestra vocación y de nuestra vida en comunión: que Cristo crezca en nosotros o mejor que nosotros crezcamos en Cristo "hasta llegar al conocimiento completo del Hijo de Dios y construir el estado de hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Ef. 4, 13).

Este crecimiento se expresa también en términos de llegar a ser un hombre espiritual, que decide, piensa y actúa a impulsos del Espíritu de Jesús hasta poder decir como Pablo "no soy yo, es Cristo quien vive en mí".

Este crecimiento en el Espíritu tiene dos facetas: por un lado la persona, que se sitúa en apertura transformadora al Espíritu, y por otro la comunidad cristiana, donde vive y desarrolla su actividad. Ambos aspectos van íntimamente correlacionados. Dios Padre es quien capacita al hombre para crecer y vivir en el Espíritu en diálogo con El. Es don a pedir y a desarrollar cada día.

Cuando el Espíritu Santo despierta la conciencia de ser hijo de Dios y hermano en Cristo, va creando las actitudes del Hijo: la bondad, la misericordia, la confianza, el amor. Va inspirando las manifestaciones de la vida de Dios en el hombre: la comunión, la fraternidad, el sentido profético y salvador de la vida. Se percibe entonces la fuerza del Espíritu como algo nuevo en sí mismo que arrastra y une a Cristo y a la Iglesia. Confiere la fortaleza y la audacia de la fe y de la caridad.

Se realiza este crecimiento en la "lucha del espíritu contra la carne" (Gal. 5, 17) hasta conseguir que, "siendo carne de pecado", imposibilitada para el bien, se llegue a ser "carne del Espíritu" (Rom. 8, 3-4) permeable a Dios. Para ello hay que admitir el cambio de tratar con Dios, de amarle y convivir con El, de adquirir la capacidad de llevar una vida que se desarrolla y se manifiesta en la caridad. La ascesis cristiana permite la actuación del Espíritu para poder realizar esta transformación, aunque por sí misma no confiera transformación espiritual alguna. Esta es siempre un don a pedir y a cultivar por cada sujeto y por la comunidad misma.

Este crecimiento al estilo de Jesús, no consiste en un comportamiento reducible a meras categorías o a determinados aspectos de la vida. Es un estilo de ser que caracteriza la totalidad de la existencia personal, social, comunitaria y eclesial, de tal manera que toda la actividad humana se espiritualiza sin fronteras de sacro y de profano. La caridad ejercitada, el culto y la oración son aspectos privilegiados donde se manifiesta este crecimiento pero que de ninguna manera lo agotan. Cristo crece en Nazaret en la vida diaria, con sus quehaceres y preocupaciones, con sus alegrías y esperanzas, siendo un vecino más, eso sí, cumplidor de la Ley. La familia, la comunidad, es el lugar adecuado de crecimiento, a pesar del ritmo de la vida diaria.

Paso a paso y con la fuerza y la vida del Espíritu, el hombre se va adentrando en la experiencia de Dios, a Quien ofrece su vida para que siga siendo El la salvación entre los hombres, en un pleno sentido de testimonio y de martirio. Día a día, el hombre espiritual dispone los ánimos apostólicos, a la luz y en la compañía del Espíritu, con ilusión renovada y audaz. Cada vez más, crece su fe en la capacidad revolucionaria de la caridad y mengua la confianza en el éxito por sus esfuerzos o por su buen saber hacer. En la escucha y la reflexión con Dios, va descubriendo su presencia transformadora en los signos de los tiempos y va creando una disponibilidad testimonial que manifieste dicha presencia a los hombres.

Consciente de su personalidad humana y de su presencia entre los hombres, asume realmente su condición histórica y su papel de ser fermento transformador en la sociedad, con una conciencia clara de pertenecer a la Iglesia y a la comunidad y de ser hermano entre sus hermanos.

Comienza su compromiso con los más próximos pero no se reduce a lo nimio de cada día ni a los límites de cada circunstancia. Fermento activo en su comunidad, apunta a la transformación de toda la comunidad social y eclesial. Entregado a Dios en el servicio a cada hombre, trata de ser agente multiplicador hasta conseguir que Dios sea amado y celebrado en cada persona y en todo lugar.

Este crecimiento y estas manifestaciones, adquieren toda su importancia y eficacia cuando la comunidad entera se preocupa de poner las condiciones ambientales para que el hombre espiritual pueda desarrollarse y crecer con toda naturalidad, al estilo de Nazaret. Cuando la comunidad, la familia, planifica los medios de crecimiento y los evalúa convenientemente, recogiendo el efecto que producen en sus miembros

Nazaret nos enseña que en lo humano se crece haciéndose cada vez más grandes pero en el espíritu se crece haciéndose cada vez más pequeños. Este es su misterio más profundo.

El crecimiento no tiene fecha de caducidad. Es tarea de toda la vida, Comprende toda la existencia. Cada día ofrece elementos de crecimiento. No es necesario llegar a ser adulto. Es mejor mantenerse en la infancia espiritual donde Dios puede entrar sin dificultades. Es un crecimiento que solamente se puede lograr en el Espíritu.

Que Cristo pueda crecer entre nosotros y que acertemos a poner las condiciones personales y comunitarias que permitan manifestar este crecimiento delante de Dios y de los hombres.

ORACION: Dios, Padre nuestro, que has querido que tu Hijo crezca en Nazaret, concédenos llegar a la plenitud de Cristo, tu hijo.

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