LUNES DE LA XXI SEMANA
22 de agosto - Santa María, Reina (M.O.)
No cerremos a
los hombres el Reino
Principio de la segunda carta del apóstol san Pablo
a los cristianos de
Tesalónica 1, 1-5. 11b-12
Pablo, Silvano y Timoteo saludan a la Iglesia de
Tesalónica, que está unida a Dios, nuestro Padre y al Señor Jesucristo. Llegue
a ustedes la gracia y la paz que proceden de Dios Padre y del Señor Jesucristo.
Hermanos, siempre debemos dar gracias a Dios a causa
de ustedes, y es justo que lo hagamos, porque la fe de ustedes progresa
constantemente y se acrecienta el amor de cada uno hacia los demás. Tanto es
así que, ante las Iglesias de Dios, nosotros nos sentimos orgullosos de
ustedes, por la constancia y la fe con que soportan las persecuciones y contrariedades.
En esto se manifiesta el justo Juicio de Dios, para que ustedes sean
encontrados dignos del Reino de Dios por el cual tienen que sufrir.
Que Dios los haga dignos de su llamado, y lleve a
término en ustedes, con su poder, todo buen propósito y toda acción inspirada
en la fe. Así el nombre del Señor Jesús será glorificado en ustedes, y ustedes
en él, conforme a la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 95, 1-2a. 2b-3. 4-5
(R.: 3)
R. Anuncien entre los pueblos
las maravillas del Señor.
Canten al Señor un canto nuevo,
cante al Señor toda la tierra;
canten al Señor, bendigan su Nombre. R.
Día tras día, proclamen su victoria,
anuncien su gloria entre las naciones,
y sus maravillas entre los pueblos. R.
Porque el Señor es grande y muy digno de alabanza,
más temible que todos los dioses.
Los dioses de los pueblos no son más que apariencia,
pero el Señor hizo el cielo. R.
EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san
Mateo 23, 13-22
« ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que
cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan
entrar a los que quisieran.
¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que
recorren mar y tierra para conseguir un prosélito, y cuando lo han conseguido
lo hacen dos veces más digno de la Gehena que ustedes!
¡Ay de ustedes, guías ciegos, que dicen: “Si se jura
por el santuario, el juramento no vale; pero si se jura por el oro del
santuario, entonces sí que vale”! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante:
el oro o el santuario que hace sagrado el oro? Ustedes dicen también: “Si se
jura por el altar, el juramento no vale, pero vale si se jura por la ofrenda
que está sobre el altar.” ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar
que hace sagrada esa ofrenda?
Ahora bien, jurar por el altar, es jurar por él y por
todo lo que está sobre él. Jurar por el santuario, es jurar por él y por aquel
que lo habita. Jurar por el cielo, es jurar por el trono de Dios y por aquel
que está sentado en él.»
Palabra del Señor.
Para reflexionar
Durante tres días leemos la segunda carta
que dirigió Pablo a los cristianos de Tesalónica, escrita muy poco después de
la primera. Tesalónica, puerto de mar, la actual Salónica, era la capital de la
Macedonia romana, al norte de Grecia. Allí había permanecido Pablo unos meses y
había fundado una comunidad cristiana, ayudado por Silas. Se convirtieron, no
los judíos, sino unos paganos griegos, con envidia de los dirigentes de la
sinagoga judía, que promovieron un alboroto popular contra Pablo, que le obligó
a huir.
Pablo, en la primera carta, les pedía que
siguieran progresando en su vida cristiana. Al saludo -de Pablo, Silvano y
Timoteo, como en la primera carta-, sigue una alabanza y acción de gracias.
Parece que Timoteo, enviado por Pablo a Tesalónica, había traído buenas
noticias sobre la marcha de la comunidad, y por eso empieza la carta con
palabras de alabanza: han sabido acoger la llamada de Dios y la salvación que
les ha conseguido Jesús, han abandonado los ídolos que antes adoraban y ahora
son famosos por «la actividad de su fe, el esfuerzo de su amor y el aguante de
su esperanza».
Han cumplido y Pablo les muestra su
satisfacción y de nuevo les urge a que sigan creciendo para ser dignos de la
vocación recibida, porque hay mucho que hacer todavía.
***
Los ataques de Jesús contra los fariseos
que empezamos a leer el sábado pasado, van a continuar durante tres días, con
una serie de lamentaciones que los descalifican comenzando con la fórmula «Ay
de…». Son ocho lamentaciones, que Mateo coloca después de haber proclamado
Jesús las Bienaventuranzas.
La vocación de Israel no era la de ser un
pueblo que cumpliera hasta las más mínimas obligaciones rituales, sino un
pueblo que hiciera posible otra forma de vivir la historia, haciendo presente a
Dios como su Señor y guía.
El reino de Dios ha sido anunciado por
Juan Bautista y por Jesús. Los letrados usan de la autoridad de su enseñanza
para impedir que el pueblo acepte ese mensaje, que ellos son los primeros en
rechazar. Son los sabios y entendidos a que alude Jesús a quienes se oculta el
designio de Dios. He ahí la responsabilidad que tenían, por su saber, de haber
preparado el camino al reino; sin embargo son ellos los que impiden que éste
alcance sus objetivos.
Los judíos sabían perfectamente que la ley
era una mediación para hacer posible la realización de la voluntad de Dios en
este mundo. Pero, como dice el refrán popular: hecha la ley, hecha la trampa.
Jesús cuestiona profundamente la casuística pormenorizada y tramposa que
inventa maneras «legales» de evadir la ley, y se vale de la «letra sagrada »
para conseguir sus propios fines.
Por eso Jesús vuelve a la intención
original de la ley recordando que lo que santifica un objeto y hace obligatorio
un deber, no es la letra misma de la ley, sino el espíritu que la anima.
Jesús expresa, en forma de lamentaciones,
su reprobación con respecto a la hipocresía de sus adversarios que, actuando
como guías del pueblo han cerrado a los hombres las puertas del Reino de los
cielos, y han puesto obstáculos a la acción de Dios en la historia. Siendo
pésimos intérpretes de la Escritura; han sido malos pastores, han perdido la
llave del Reino y siguen enseñando y deformando la ley de Dios y las
conciencias de los hombres.
Lamentablemente podemos constatar que hay
fariseos en todos los sectores de la vida humana y social, pero los de la
religión son especialmente destructivos. Persiguen a las personas y los cazan
para llevarlos a su propia convicción religiosa; no a la de Dios. Tienden a
transformar a los otros en copias de sí mismos imponiéndoles con temor su
propia semejanza de egoísmo y falsedad. A lo largo de toda la historia y aún
hoy, constatamos la presencia de este tipo de guías ciegos que nivelan y
etiquetan a toda costa.
El anuncio del evangelio está muy lejos de
toda homologación de la vida y de la conciencia. El Evangelio no oprime el
corazón ni achata la vida, sino es camino de libertad fecunda y creativa en el
amor salvador de Cristo. Evangelizar, no es hacer proselitismo ni encajar en un
molde a todo hombre; muy por el contrario, es llegar hasta la raíz más profunda
de cada hombre, a su realidad más íntima y personal, iluminándola y haciéndola
portadora de vida nueva.
Para discernir
¿Manifiesto un espíritu farisaico en ciertas
situaciones?
¿En qué cosas exijo lo que no cumplo?
¿Me aferro más a la ley que al espíritu?
Repitamos a lo largo de este día
«El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?»
Para la lectura espiritual
Ir a Dios con verdadero arrepentimiento
…”El sentimiento de la presencia de Dios no es tan
sólo el fundamento de la paz en una buena conciencia; es también el fundamento
de la paz en el arrepentimiento. A primera vista puede parecer extraño que el
arrepentimiento de un pecador pueda traer consigo consuelo y paz. Es cierto que
el Evangelio promete cambiar la pena en gozo; es necesario que sepamos gozarnos
incluso en el dolor, la debilidad y el desprecio. «Nos gloriamos en las
tribulaciones, dice el apóstol Pablo, porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5). Pero si
hay una pena que pueda parecer un mal absoluto, si queda un mal bajo el reino
del Evangelio, es -se puede bien creer- la conciencia de haber dejado maltrecho
el Evangelio. Si hay un momento en que la presencia del Altísimo pueda parecer
intolerable, es el momento en que, súbitamente, tomamos conciencia de haber
sido ingratos y rebeldes en nuestra relación con él.
Y, sin embargo, no hay arrepentimiento verdadero sin
pensar en Dios. El hombre arrepentido lleva en su corazón el pensamiento de
Dios porque le busca; le busca porque es empujado por el amor. Por ello el
mismo dolor de haber ofendido a Dios debe llevar consigo una verdadera
suavidad, la del amor. ¿Qué es el arrepentimiento sino un impulso del corazón
que nos lleva a entregarnos a Dios, tanto por el perdón como por la corrección,
a amar su presencia por ella misma, a encontrar la corrección que viene de él y
que es mejor que el descanso y la paz que el mundo podría ofrecernos sin él?
Mientras el hijo pródigo estaba en el campo con los cerdos, sentía el dolor,
sentía sólo el remordimiento, pero no el arrepentimiento. Pero cuando empezó a
sentir un verdadero arrepentimiento, eso le condujo a levantarse, ir hacia su
padre, confesarle su pecado, y su corazón
se liberó de su miseria. El remordimiento, eso que el apóstol Pablo llama «el disgusto de este mundo» lleva a la muerte (2C 7,10). Los que están llenos de remordimientos, en lugar de ir a la fuente de toda vida, al Dios de toda consolación, no hacen más que rumiar sus propias ideas; no pueden confiar a nadie su dolor… Tenemos necesidad de un consuelo para nuestro corazón, para que salga de sus tinieblas y de su morosidad… Nuestro verdadero refugio es, nada menos, que la presencia de Dios”…
se liberó de su miseria. El remordimiento, eso que el apóstol Pablo llama «el disgusto de este mundo» lleva a la muerte (2C 7,10). Los que están llenos de remordimientos, en lugar de ir a la fuente de toda vida, al Dios de toda consolación, no hacen más que rumiar sus propias ideas; no pueden confiar a nadie su dolor… Tenemos necesidad de un consuelo para nuestro corazón, para que salga de sus tinieblas y de su morosidad… Nuestro verdadero refugio es, nada menos, que la presencia de Dios”…
Cardenal John Henry Newman (1810-1890),
presbítero, fundador de comunidad religiosa, teólogo – PPS Vol. 5, nº 22
Para rezar
Dios que quieres la vida del hombre:
Tú nos juzgas sobre el amor
Líbranos de buscar nuestra justificación
en leyes demasiado humanas,
tranquilizadores de conciencias
Ya que tu Hijo Jesús
resumió toda la Ley
en amarte a ti y a nuestros hermanos,
enséñanos a amar sin ningún tipo de cálculos,
y que tu salvación nos sea concedida
por añadidura,
En el nombre de tu Hijo Jesús,
Cristo, nuestro Señor.
22 de Agosto – María Reina
Isaías
9, 1-6
Sal 112, 1-8
Lucas 1,
26-38
Para profundizar
María, Reina del Universo
Catequesis de S.S. Juan Pablo II –
Audiencia General de los Miércoles, 23 de julio de 1997.
1. La devoción popular invoca a María como
Reina. El Concilio, después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y
alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (…) por el Señor como
Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los
señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen Gentium,
59).
En efecto, a partir del siglo V, casi en
el mismo período en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se
empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este
reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de
todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada
persona y de todo el mundo.
Pero ya en un fragmento de una homilía,
atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por
Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres
bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre de mi Señor, tú mi Señora»
(Fragmenta: PG 13, 1.902 D). En este texto se pasa espontáneamente de la
expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que
declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de
«Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser
verdaderamente la soberana de todas las criaturas» (De fide orthodoxa, 4, 14:
PG 94 1.157).
2. Mi venerado predecesor Pío XII en la
encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la constitución
Lumen Gentium, indica como fundamento de la realeza de María, además de su
maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La encíclica recuerda el
texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría
junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954] 634). Establece,
además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a comprender el
significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de
Dios, sino también porque es Redentor. María es Reina no sólo porque es Madre
de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en
la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).
En el evangelio según san Marcos leemos
que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al cielo y se sentó a la
diestra de Dios» (Mc 16, 19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de
Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose «a la diestra del
Padre», él instaura su reino, el reino de Dios. Elevada al cielo, María es
asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando
en la difusión de la gracia divina en el mundo.
Observando la analogía entre la Ascensión
de Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que, subordinada a Cristo,
María es la reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue
otorgada por su Hijo mismo.
3. El título de Reina no sustituye,
ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión
materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha
misión.
Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío
IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone de relieve esta dimensión materna de la
realeza de la Virgen: «Teniendo hacia nosotros un afecto materno e
interesándose por nuestra salvación ella extiende a todo el género humano su
solicitud. Establecida por el Señor como Reina del cielo y de la tierra,
elevada por encima de todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía
celestial de los santos, sentada a la diestra de su Hijo único, nuestro Señor
Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que pide con sus súplicas maternal; lo
que busca, lo encuentra, y no le puede faltar» (MS 46 [1954] 636-637).
4. Así pues, los cristianos miran con
confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el
contrario, exalta su abandono filial en aquella que es madre en el orden de la
gracia.
Más aún, la solicitud de María Reina por
los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado
glorioso posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien san Germán de
Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación de María
con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a
María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y
de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando
sufres por tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides»
(Hom 1: PG 98, 348).
5. Se puede concluir que la Asunción no
sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno
de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite
seguirnos en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en san Germán:
«Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por
nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).
Por tanto, en vez de crear distancia entre
nosotros y ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y
solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene
con amor materno en las pruebas de la vida.
Elevada a la gloria celestial, María se
dedica totalmente a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la
felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee compartiendo,
sobre todo, la vida y el amor de Cristo.
Oremos
Reina del Cielo
Reina del Cielo alégrate, aleluya,
porque aquél a quien mereciste llevar, aleluya,
resucitó como lo dijo, aleluya, aleluya, aleluya.
Gózate y alégrate Virgen María, aleluya
porque el Señor verdaderamente resucitó,
aleluya, aleluya, aleluya.
porque aquél a quien mereciste llevar, aleluya,
resucitó como lo dijo, aleluya, aleluya, aleluya.
Gózate y alégrate Virgen María, aleluya
porque el Señor verdaderamente resucitó,
aleluya, aleluya, aleluya.
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