El Espíritu les enseñará lo que deban decir
Lectura de la carta del apóstol san Pablo
a los cristianos de Efeso 1, 15-23
Hermanos:
Habiéndome enterado de la fe que ustedes tienen en el
Señor Jesús y del amor que demuestran por todos los hermanos, doy gracias sin
cesar por ustedes, recordándolos siempre en mis oraciones.
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de
la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita
conocerlo verdaderamente. Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan
valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que
encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder
con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza.
Este es el mismo poder que Dios manifestó en Cristo,
cuando lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el
cielo, elevándolo por encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación,
y de cualquier otra dignidad que pueda mencionarse tanto en este mundo como en
el futuro.
El puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó,
por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de
aquel que llena completamente todas las cosas.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 8, 2-3a. 4-5. 6-7 (R.: 7)
R. Diste dominio a tu Hijo sobre la obra de tus manos.
¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Quiero adorar tu majestad sobre el cielo:
con la alabanza de los niños y de los más pequeños. R.
Al ver el cielo, obra de tus manos,
la luna y la estrellas que has creado:
¿qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides? R.
Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y esplendor;
le diste dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies. R.
EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san
Lucas 12, 8-12
Jesús dijo a sus discípulos:
«Les aseguro que aquel que me reconozca abiertamente
delante de los hombres, el Hijo del hombre lo reconocerá ante los ángeles de
Dios. Pero el que no me reconozca delante de los hombres, no será reconocido
ante los ángeles de Dios.
Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se
le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le
perdonará.
Cuando los lleven ante las sinagogas, ante los
magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué
van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban
decir.»
Palabra del Señor.
Para reflexionar
La comunidad de Éfeso es famosa por su fe y su amor a
todos, lo que a Pablo llena de satisfacción. Pablo adecuándose a las leyes
tradicionales de la acción de gracias judía, en su oración, pide que Dios les
conceda sabiduría para conocerlo mejor.
Este don sobrenatural ya conocido por los sabios del
Antiguo Testamento es ampliado porque ya no es solamente la práctica de la ley
ni una explicación del mundo. Pablo sabe muy bien que hay una manera de
conocimiento de Cristo que no depende del hombre, sino del don de Dios, del
regalo de un espíritu de sabiduría y de revelación que, iluminando los ojos del
corazón, hace comprender la esperanza a la que somos llamados, las riquezas sin
medida de su herencia para con nosotros, los creyentes.
Esta sabiduría es esperanza, porque es la confianza en
que el Dios de Jesucristo está obrando en la historia.
Este poder de Dios no está reservado sólo para el
futuro, sino que desde ahora ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres
en el misterio mismo de la Iglesia.
La Iglesia está indisolublemente unida a Cristo, como
un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es esa unidad primordial de la que surgen las
gracias y de los dones de Cristo que El reserva para toda la humanidad.
***
Jesús continúa la instrucción tanto a sus discípulos
de modo particular, como a la gente en general en su subida a Jerusalén. Esta
vez lo hará mostrando la radicalidad que implica el seguimiento. Optar por
Jesús no se puede reducir al ámbito íntimo del corazón, necesariamente tiene
que manifestarse, verse también exteriormente.
Esta toma de posición, tiene repercusiones no sólo en
esta vida sino en la vida eterna. El discípulo que lo reconozca será reconocido
por él delante de la presencia misma del Padre.
La libertad de Jesús frente a las prácticas legales,
el cuestionamiento de ciertas prácticas sin contenido, la invitación a cuidarse
de la levadura de los fariseos, buscan que sus discípulos puedan experimentar y
vivir la novedad del Reino con un corazón nuevo. El seguidor, con la
experiencia de una conciencia liberada, vivirá y trasmitirá una experiencia
religiosa que libera y humaniza.
Creer y seguir a Jesús no es sólo un acto de
aceptación verbal; sino, ante todo, un acto de identificación y adhesión a su
propuesta: creer en lo que Él creyó y amar a quienes Él amó.
El rechazo del Hijo del Hombre delante de Dios, de
aquel que lo rechace a Él, va directamente contra los dirigentes religiosos,
que muchas veces impedían a los hombres el acceso a la verdadera fe.
La certeza de la presencia del Espíritu Santo, nos da
la seguridad necesaria para enfrentar los desafíos y dificultades que
encontramos en su concreción. La blasfemia contra el Espíritu Santo se presenta
aquí en los que, viendo la luz, la niegan, y no quieren ser perdonados ni
salvados. Son ellos mismos los que se excluyen del perdón y la salvación: El
Padre que no nos olvida, Jesús que “se pondrá de nuestra parte” el día del
juicio, y el Espíritu que nos inspirará cuando nos presentemos ante los
magistrados y autoridades para dar razón de nuestra fe.
Vivir en cristiano es hacer que la fe sobrepase
nuestro ámbito interior, para que su influencia testimonial llegue al contexto
en que vivimos. Para este camino que no es fácil, necesitamos la ayuda de la
gracia. Jesús nos asegura el amor de Dios y el auxilio eficaz de su Espíritu.
Además Él mismo saldrá fiador a favor nuestro en el momento decisivo. No se
dejará ganar en generosidad, si nosotros hemos sido valientes en nuestro
testimonio, si no hemos sentido vergüenza en mostrarnos cristianos en nuestro
ambiente.
Para discernir
¿Me animo a dar testimonio en mi ambiente?
¿Experimento el haber sido liberado?
¿Confío en la presencia del Espíritu que me sostiene?
Repitamos a lo largo de este día
…Quiero testimoniarte Señor…
Para la lectura espiritual
«Si uno se pone de mi parte ante los
hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte»
El más admirable de los mártires ha sido el obispo
Policarpo. Primeramente, en cuanto supo todo lo que había sucedido, no se
inquietó sino que quiso permanecer en la ciudad. Bajo la insistencia de la
mayoría, acabó alejándose de ella. Se retiró a una pequeña propiedad situada no
lejos de la ciudad y permaneció en ella algunos días con algunos compañeros.
Noche y día oraba insistentemente por todos los hombres y por todas las
iglesias del mundo entero, lo cual era su costumbre habitual…
Unos policías, a pie y a caballo, armados como si se
tratara de correr detrás de un bandido, se pusieron en marcha. Ya tarde
llegaron a la casa en la que se encontraba Policarpo. Éste estaba acostado en
una pieza de la planta superior; desde allí hubiera podido escapar a otra
propiedad. Pero no quiso; se limitó a decir: «Que se cumpla la voluntad de
Dios». Al oír la voz de los policías, bajo al piso inferior y se puso a hablar
con ellos. Éstos quedaron admirados por la avanzada edad y la serenidad de
Policarpo: no podían comprender porqué habían tenido que gastar tantas energías
para coger a un anciano como él. Policarpo se apresuró, a pesar de la hora
avanzada, a servirles algo para comer y beber, tanto como desearon. Tan sólo
les pidió le concedieran una hora para orar libremente. Ellos se lo concedieron
y se puso a orar de pie, mostrando ser un hombre lleno de la gracia de Dios. Y
así, durante dos largas horas, sin parar, oró en voz alta. Los que le
escuchaban estaban llenos de estupor; muchos de ellos lamentaban haberse puesto
en camino contra un hombre tan santo.
Cuando hubo terminado su oración, en la que recordó a
todos los que había conocido durante su larga vida, pequeños y grandes, gente
ilustre y gente sencilla, y a toda la Iglesia extendida por el mundo entero,
había llegado la hora de partir. Le hicieron subir a un asno y le condujeron a
la ciudad de Esmirna. Era el día del gran sábado.
Carta de la Iglesia de Esmirna sobre sus
mártires (hacia 155)
Para rezar
Creo en un Dios que sin límites me ama,
que vino a darnos luz, como nos da el sol, cada mañana.
Creo en un Dios que penetra mi pensamiento,
que se mete en mi corazón y conoce mis sentimientos.
Comunidad:
Creo en un Dios que sabe todo lo que me pasa,
que sufre y ríe conmigo, que me sostiene y que me abraza.
Creo en un Dios que en mí ve lo bueno,
que perdona lo malo y me hace un ser nuevo.
Creo en un Dios que es verdad y es camino,
que es pan y que es agua, alimento de peregrinos.
Creo en un Dios que es humano y es divino,
que está en el cielo y a la vez aquí, en mi destino.
Creo en un Dios que se muestra pequeño,
que se manifiesta humilde, pero que de todo es dueño.
Comunidad:
Creo en un Dios que es Padre, que es Hijo,
y que es Espíritu Santo. Que es Uno y es Trino.
Creo en un Dios que es Dios de mis padres,
un Dios que por su pueblo hizo y hará cosas grandes.
En ese Dios creo, con una fe sin tiempo,
con una fe simple, que nace desde adentro.
Comunidad:
En ese Dios creo, con fe verdadera,
con toda mi fuerza y mi alma entera.
En ese Dios creo, el mismo de ayer,
el que será mañana y será para siempre.
En ese Dios creo, pues vela por el universo,
porque está en la inmensidad y también en cada verso,
en cada palabra, en cada mirada, en cada sonrisa y en cada gesto
que desde el ser humano nacen para ir haciendo en la tierra su Reino.
Comunidad:
En ese Dios creo, en El está mi esperanza,
a El doy mi canto y dedico mi alabanza,
a El ofrendo mi vida, pobre, consagrada,
y le entrego esta fe, pequeña, que de creer no se cansa.
que vino a darnos luz, como nos da el sol, cada mañana.
Creo en un Dios que penetra mi pensamiento,
que se mete en mi corazón y conoce mis sentimientos.
Comunidad:
Creo en un Dios que sabe todo lo que me pasa,
que sufre y ríe conmigo, que me sostiene y que me abraza.
Creo en un Dios que en mí ve lo bueno,
que perdona lo malo y me hace un ser nuevo.
Creo en un Dios que es verdad y es camino,
que es pan y que es agua, alimento de peregrinos.
Creo en un Dios que es humano y es divino,
que está en el cielo y a la vez aquí, en mi destino.
Creo en un Dios que se muestra pequeño,
que se manifiesta humilde, pero que de todo es dueño.
Comunidad:
Creo en un Dios que es Padre, que es Hijo,
y que es Espíritu Santo. Que es Uno y es Trino.
Creo en un Dios que es Dios de mis padres,
un Dios que por su pueblo hizo y hará cosas grandes.
En ese Dios creo, con una fe sin tiempo,
con una fe simple, que nace desde adentro.
Comunidad:
En ese Dios creo, con fe verdadera,
con toda mi fuerza y mi alma entera.
En ese Dios creo, el mismo de ayer,
el que será mañana y será para siempre.
En ese Dios creo, pues vela por el universo,
porque está en la inmensidad y también en cada verso,
en cada palabra, en cada mirada, en cada sonrisa y en cada gesto
que desde el ser humano nacen para ir haciendo en la tierra su Reino.
Comunidad:
En ese Dios creo, en El está mi esperanza,
a El doy mi canto y dedico mi alabanza,
a El ofrendo mi vida, pobre, consagrada,
y le entrego esta fe, pequeña, que de creer no se cansa.
Gerardo Oberman
ALGO MÁS SOBRE SANTA TERESA DE JESÚS
SANTA TERESA DE JESÚS
(+ 1582)
¿Qué tiene esta mujer que, cuando nos vemos ante su
obra, quedamos avasallados y rendidos? ¿Qué fuerza motriz, qué imán oculto se
esconde en sus palabras, que roban los corazones? ¿Qué luz, qué sortilegio es
éste, el de la historia de su vida, el del vuelo ascensional de su espíritu
hacia las cumbres del amor divino? Con razón fundada pudo decir Herranz
Estables que “a Santa Teresa no acaba de conocerla nadie, porque su grandeza
excede de tal suerte nuestra capacidad que la desborda, y, como los centros excesivamente
luminosos mirados de hito en hito, deslumbra y ciega”.
Teresa de Cepeda nace en Ávila, el 28 de marzo de
1515. En el admirable Libro de la Vida, escrito por ella misma, nos refiere
cómo fueron sus primeros años en el seno de su hidalga familia. Sabemos,
además, por testimonio de quienes la trataron, que Teresa de Cepeda era una
joven agradable, bella, destinada a triunfar en los estrados del mundo, y, como
ella confiesa, amiga de engalanarse y leer libros de caballería; y aún más, son
sus palabras, “enemiguísima de ser monja” (Vida, II, 8). Pero el Señor, que la
había creado para lumbrera de la cristiandad, no podía consentir que se
adocenara con el roce de lo vulgar espíritu tan selecto, y así, la ayudó a
forjarse a sí misma. Venciendo su natural repugnancia, Teresa se determinó, al
fin, a tomar el hábito de carmelita en la Encarnación de Ávila. “Cuando salí de
casa de mi padre para ir al convento—nos dice ella—no creo será más el
sentimiento cuando me muera” (Vida, IV, 1).
¡Qué emoción tiene, al llegar este punto, ese capítulo
octavo del Libro de la Vida, en que ella relata los términos por los que fue
perdiendo las mercedes que el Señor le había hecho! Teresa de Jesús, ya monja,
quería conciliar lo inconciliable, vida de regalo con vida de oración, afición
de Dios y afición de criaturas, que, como más tarde diría San Juan de la Cruz,
no pueden caber en una persona a la vez, porque son contrarios, y como
contrarios se repelen.
Nuestro Señor, que vigilaba a esta alma, no había ya
de tardar en rendirla por entero a su dominio. Y acaeciole a Teresa que, cierto
día que entró en el oratorio, vio una imagen que habían traído a guardar allí.
Era de Cristo, nos dice ella, muy llagado, un lastimoso y tierno Ecce Homo. Al
verle Teresa se turbó en su ser, porque representaba muy a lo vivo todo lo que
el Señor había padecido por nosotros. “Arrojéme cabe Él—nos cuenta—con
grandísimo derramamiento de lágrimas” (Vida, IX, 1). ¿Cómo no había de ser así,
si aquel corazón generoso, magnánimo de Teresa estaba destinado a encender en
su fuego, a través de los siglos, a miles y miles de almas en el amor de
Cristo?
Y ya, desde este trance, el Espíritu de Teresa es un
volcán en ebullición, desbordante de plenitud y de fuerza. Su alma, guiada por
Jesucristo, entra a velas desplegadas por el cauce de la oración mental. ¿Qué
es la oración para Teresa? ¿Será un alambicamiento de razones y conceptos, al
estilo de los ingenios de aquel siglo? No; mucho más sencillo: “No es otra cosa
oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces
tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Vida, VIII, 5). En ese “tratar de
amistad” vendrán a resolverse todos los grados de oración que su alma y su
pluma recorran, hasta las últimas “moradas”, hasta el “convite perdurable” que
San Juan de la Cruz pone en la cima del “Monte Carmelo”. ¿Y quién no se siente
con fuerzas para emprender el camino de la oración mental? Teresa esgrimirá el
argumento definitivo para alentar a los irresolutos: “A los que tratan la
oración el mismo Señor les hace la costa, pues, por un poco de trabajo, da
gusto para que con él se pasen los trabajos” (Vida, VIII, 8).
Esta es la oración de Santa Teresa, elevada, cordial,
enderezada al amor, porque, son sus palabras, “el aprovechamiento del alma no
está en pensar mucho, sino en amar mucho” (Fund., V, 2). ¿Quién se imagina que
el fruto de la oración son los gustos y consolaciones del espíritu? En otro
lugar nos avisará Santa Teresa que “no está el amor de Dios en tener lágrimas…,
sino en servir con justicia y fortaleza de ánima y humildad” (Vida, XI, 13).
Es el año 1562. Teresa de Jesús, monja de la
Encarnación de Ávila, siente dentro de si la primera sugestión del Señor que ha
de impulsarla a la gran aventura de la reforma carmelitana. ¿Por qué no volver
al fervor y rigor de la regla primitiva? Y, desde este punto, Teresa de Jesús
pone a contribución todas sus fuerzas en la magna empresa. Ella ha comprendido
muy bien el mandato del Señor y el sentido de aquellas palabras del salmista:
“obra virilmente”, y se lanza con denuedo a la lucha.
Una marea de contradicciones va a oponerse al tesón de
su ánimo esforzarlo. No importa. Ella seguirá adelante, porque es el mismo
Jesucristo quien le dirá en los momentos críticos: “Ahora, Teresa, ten fuerte”
(Fund.. XXXI, 26). No importa el parecer contrario de algunos letrados, la
incomprensión de sus confesores, el aborrecimiento, incluso, de sus hermanas en
religión, todo un mundo que se levanta para cerrarle el paso. No importa. Es
Santa Teresa la que escribe para ejemplo de los siglos venideros esta sentencia
bellísima: “Nunca dejará el Señor a sus amadores cuando por sólo Él se
aventuran” (Conceptos, III, 7).
Espoleada por esta convicción, Teresa de Jesús vence
todos los obstáculos y sale, por fin, de la Encarnación para fundar, en la
misma Ávila, el primer palomar de carmelitas descalzas. Se llamará “San José”,
pues de San José es ella rendida devota. ¿Sabéis cuál es el ajuar que de la
Encarnación lleva a la nueva casa, y del que deja recibo firmado? Consiste en
una esterilla de paja, un cilicio de cadenilla, una disciplina y un hábito
viejo y remendado.
“Andaban los tiempos recios” (Vida, XXXIII, 5), cuenta
la fundadora. Las ofensas que de los luteranos recibía el Señor en el Santísimo
Sacramento le impelían a levantar monasterios donde el Señor fuese servido con
perfección. Y así, desprovista de recursos, “sin ninguna blanca” (Vida, XXXIII,
12: Fund., III, 2), como ella dice donosamente, fiada sólo en la Providencia y
en el amor de Cristo que se le muestra en la oración, funda e irán surgiendo
como llamaradas de fe que suben hasta el cielo los conventos de Medina del
Campo. Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes,
Segovia, Beas, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria,
Granada y Burgos. “Para esto es la oración, hijas mías —apunta la madre Teresa
a sus descalzas—: de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan
siempre obras, obras” (Moradas, séptima, IV, 6). Paralelamente, su encuentro
con San Juan de la Cruz, a quien gana para la reforma del Carmelo, señala un
jalón trascendental en la historia de la espiritualidad. Estas dos almas
gigantes se comprenden en seguida, las dos que, más tarde, habrán de ser los
reyes de la teología mística, gloria de España.
Teresa de Jesús desarrolla una actividad enorme,
asombrosa, tan asombrosa como lo variado de su personalidad. No hay más que
asomarse a la fronda de su incomparable epistolario—-cuatrocientas treinta y
siete cartas se conservan—para calibrar el talento y fortaleza excepcionales de
esta mujer, que, en un milagro de diplomacia y de capacidad de trabajo, lleva
sobre sus frágiles hombros el peso y la responsabilidad de un negocio tan vasto
y dilatado como es el de la incipiente reforma del Carmelo.
Su diligencia se extiende a los detalles más nimios. A
sí misma se llama “baratona y negociadora” (Epist., I, p.52), porque llega
hasta entender en contratos de compraventa y a discutir con oficiales y
maestros de obras.
Por pura obediencia, sólo por pura obediencia, escribe
libros capitales de oración, ella, que, de si misma, dice “cada día me espanta
más el poco talento que tengo en todo” (Fund., XXIX, 24 ). Y, mientras escribe
páginas inimitables, confiesa—y no podemos por menos de leer estas palabras con
honda emoción—: “me estorbo de hilar por estar en casa pobre, y con hartas
ocupaciones” (Vida, X, 7). Sus obras quedan ya para siempre como monumentos de
espiritualidad y bien decir. El castellano de Santa Teresa es único. En opinión
de Menéndez Pidal, “su lenguaje es todo amor; es un lenguaje emocional que se
deleita en todo lo que contempla, sean las más altas cosas divinas, sean las
más pequeñas humanas: su estilo no es más que el abrirse la flor de su alma con
el calor amoroso y derramar su perfume femenino de encanto incomparable”.
Santa Teresa de Jesús, remontada a la última morada de
la unión con Dios, posee, además, un agudísimo sentido de la realidad, el
ángulo de visión castellano, certero, que taladra la corteza de las cosas y
personas, calando en su íntimo trasfondo. En relación con el ejercicio de la
presencia de Dios, adoctrina a sus monjas de esta guisa: ‘Entended que, si es
en la cocina. Entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y
exterior” (Fund., V. 8).
¡Ay la gracia y donaire de la madre Teresa! En cierta
ocasión, escribiendo al jesuita padre Ordóñez acerca de la fundación de Medina,
dice estas palabras textuales: “Tengo experiencia de lo que son muchas mujeres
juntas: ¡Dios nos libre!” (Epist., I, p. 109). Otra vez, en carta a la priora
de Sevilla, refiriéndose al padre Gracián, oráculo de la Santa y puntal de la
descalcez: “Viene bueno y gordo, bendito sea Dios” (Epist., Il, 87). Y en otro
lugar, quejándose de algún padre visitador, cargante en demasía, escribe a
Gracián: “Crea que no sufre nuestra regla personas pesadas, que ella lo es
harto” (Epist., I, 358). Con sobrado motivo el salero de la fundadora ha
quedado entre el pueblo español como algo proverbial e irrepetible.
Teresa de Jesús ya ha consumado su tarea. El 4 de
octubre de 1582, en Alba de Tormes, le viene la hora del tránsito. Su organismo
virginal, de por vida asendereado por múltiples padecimientos, ya no rinde más.
“¡Oh Señor mío y Esposo mío—le oyen suspirar sus monjas—, ya es llegada la hora
deseada, tiempo es ya que nos veamos. Señor mío, ya es tiempo de caminar!…”
Muere, como los héroes, en olor de muchedumbre, porque muchedumbre fueron en
España los testigos de sus proezas y bizarrías, desde Felipe II y el duque de
Alba hasta mozos de mulas, posaderos y trajinantes. Asimismo la trataron,
asegurando su alma, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara, San Juan de
Ávila y teólogos eminentes como Báñez.
“Yo no conocí, ni vi, a la madre Teresa de Jesús
mientras estuvo en la tierra—escribiría años después la egregia pluma de fray
Luis de León—, más agora, que vive en el cielo, la conozco y veo casi siempre
en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros…”
Cuatro siglos más tarde, sin perder un ápice de su vigencia, muy bien podemos
hacer nuestras las palabras del in signe agustino.
El cuerpo de Santa Teresa y su corazón transverberado
se guardan celosamente en Alba. No hay más que decir para entender que, por
derecho propio e inalienable, señala Alba de Tormes una de las cimas más altas
y fragantes de la geografía espiritual de España.
Pablo Bilbao Arístegui
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