15 de octubre de 2016


El Espíritu les enseñará lo que deban decir

Lectura de la carta del apóstol san Pablo
a los cristianos de Efeso 1, 15-23

Hermanos:
Habiéndome enterado de la fe que ustedes tienen en el Señor Jesús y del amor que demuestran por todos los hermanos, doy gracias sin cesar por ustedes, recordándolos siempre en mis oraciones.
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente. Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza.
Este es el mismo poder que Dios manifestó en Cristo, cuando lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, elevándolo por encima de todo Principado, Potestad, Poder y Dominación, y de cualquier otra dignidad que pueda mencionarse tanto en este mundo como en el futuro.
El puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas. 
Palabra de Dios.

SALMO Sal 8, 2-3a. 4-5. 6-7 (R.: 7) 
R. Diste dominio a tu Hijo sobre la obra de tus manos.

¡Señor, nuestro Dios,
qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Quiero adorar tu majestad sobre el cielo:
con la alabanza de los niños y de los más pequeños. R.

Al ver el cielo, obra de tus manos,
la luna y la estrellas que has creado:
¿qué es el hombre para que pienses en él,
el ser humano para que lo cuides? R.

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y esplendor;
le diste dominio sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies. R.

EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san Lucas    12, 8-12

Jesús dijo a sus discípulos:
«Les aseguro que aquel que me reconozca abiertamente delante de los hombres, el Hijo del hombre lo reconocerá ante los ángeles de Dios. Pero el que no me reconozca delante de los hombres, no será reconocido ante los ángeles de Dios.
Al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.
Cuando los lleven ante las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir.» 
Palabra del Señor.

Para reflexionar 

La comunidad de Éfeso es famosa por su fe y su amor a todos, lo que a Pablo llena de satisfacción. Pablo adecuándose a las leyes tradicionales de la acción de gracias judía, en su oración, pide que Dios les conceda sabiduría para conocerlo mejor.
Este don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento es ampliado porque ya no es solamente la práctica de la ley ni una explicación del mundo. Pablo sabe muy bien que hay una manera de conocimiento de Cristo que no depende del hombre, sino del don de Dios, del regalo de un espíritu de sabiduría y de revelación que, iluminando los ojos del corazón, hace comprender la esperanza a la que somos llamados, las riquezas sin medida de su herencia para con nosotros, los creyentes.
Esta sabiduría es esperanza, porque es la confianza en que el Dios de Jesucristo está obrando en la historia.
Este poder de Dios no está reservado sólo para el futuro, sino que desde ahora ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia.
La Iglesia está indisolublemente unida a Cristo, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es esa unidad primordial de la que surgen las gracias y de los dones de Cristo que El reserva para toda la humanidad.
***
Jesús continúa la instrucción tanto a sus discípulos de modo particular, como a la gente en general en su subida a Jerusalén. Esta vez lo hará mostrando la radicalidad que implica el seguimiento. Optar por Jesús no se puede reducir al ámbito íntimo del corazón, necesariamente tiene que manifestarse, verse también exteriormente.
Esta toma de posición, tiene repercusiones no sólo en esta vida sino en la vida eterna. El discípulo que lo reconozca será reconocido por él delante de la presencia misma del Padre.
La libertad de Jesús frente a las prácticas legales, el cuestionamiento de ciertas prácticas sin contenido, la invitación a cuidarse de la levadura de los fariseos, buscan que sus discípulos puedan experimentar y vivir la novedad del Reino con un corazón nuevo. El seguidor, con la experiencia de una conciencia liberada, vivirá y trasmitirá una experiencia religiosa que libera y humaniza.
Creer y seguir a Jesús no es sólo un acto de aceptación verbal; sino, ante todo, un acto de identificación y adhesión a su propuesta: creer en lo que Él creyó y amar a quienes Él amó.
El rechazo del Hijo del Hombre delante de Dios, de aquel que lo rechace a Él, va directamente contra los dirigentes religiosos, que muchas veces impedían a los hombres el acceso a la verdadera fe.
La certeza de la presencia del Espíritu Santo, nos da la seguridad necesaria para enfrentar los desafíos y dificultades que encontramos en su concreción. La blasfemia contra el Espíritu Santo se presenta aquí en los que, viendo la luz, la niegan, y no quieren ser perdonados ni salvados. Son ellos mismos los que se excluyen del perdón y la salvación: El Padre que no nos olvida, Jesús que “se pondrá de nuestra parte” el día del juicio, y el Espíritu que nos inspirará cuando nos presentemos ante los magistrados y autoridades para dar razón de nuestra fe.
Vivir en cristiano es hacer que la fe sobrepase nuestro ámbito interior, para que su influencia testimonial llegue al contexto en que vivimos. Para este camino que no es fácil, necesitamos la ayuda de la gracia. Jesús nos asegura el amor de Dios y el auxilio eficaz de su Espíritu. Además Él mismo saldrá fiador a favor nuestro en el momento decisivo. No se dejará ganar en generosidad, si nosotros hemos sido valientes en nuestro testimonio, si no hemos sentido vergüenza en mostrarnos cristianos en nuestro ambiente.

Para discernir

¿Me animo a dar testimonio en mi ambiente?
¿Experimento el haber sido liberado?
¿Confío en la presencia del Espíritu que me sostiene?

Repitamos a lo largo de este día

…Quiero testimoniarte Señor…

Para la lectura espiritual

«Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte»

El más admirable de los mártires ha sido el obispo Policarpo. Primeramente, en cuanto supo todo lo que había sucedido, no se inquietó sino que quiso permanecer en la ciudad. Bajo la insistencia de la mayoría, acabó alejándose de ella. Se retiró a una pequeña propiedad situada no lejos de la ciudad y permaneció en ella algunos días con algunos compañeros. Noche y día oraba insistentemente por todos los hombres y por todas las iglesias del mundo entero, lo cual era su costumbre habitual…
Unos policías, a pie y a caballo, armados como si se tratara de correr detrás de un bandido, se pusieron en marcha. Ya tarde llegaron a la casa en la que se encontraba Policarpo. Éste estaba acostado en una pieza de la planta superior; desde allí hubiera podido escapar a otra propiedad. Pero no quiso; se limitó a decir: «Que se cumpla la voluntad de Dios». Al oír la voz de los policías, bajo al piso inferior y se puso a hablar con ellos. Éstos quedaron admirados por la avanzada edad y la serenidad de Policarpo: no podían comprender porqué habían tenido que gastar tantas energías para coger a un anciano como él. Policarpo se apresuró, a pesar de la hora avanzada, a servirles algo para comer y beber, tanto como desearon. Tan sólo les pidió le concedieran una hora para orar libremente. Ellos se lo concedieron y se puso a orar de pie, mostrando ser un hombre lleno de la gracia de Dios. Y así, durante dos largas horas, sin parar, oró en voz alta. Los que le escuchaban estaban llenos de estupor; muchos de ellos lamentaban haberse puesto en camino contra un hombre tan santo.
Cuando hubo terminado su oración, en la que recordó a todos los que había conocido durante su larga vida, pequeños y grandes, gente ilustre y gente sencilla, y a toda la Iglesia extendida por el mundo entero, había llegado la hora de partir. Le hicieron subir a un asno y le condujeron a la ciudad de Esmirna. Era el día del gran sábado. 
Carta de la Iglesia de Esmirna sobre sus mártires (hacia 155)

Para rezar

Creo en un Dios que sin límites me ama,
que vino a darnos luz, como nos da el sol, cada mañana.
Creo en un Dios que penetra mi pensamiento,
que se mete en mi corazón y conoce mis sentimientos.
Comunidad:
Creo en un Dios que sabe todo lo que me pasa,
que sufre y ríe conmigo, que me sostiene y que me abraza.
Creo en un Dios que en mí ve lo bueno,
que perdona lo malo y me hace un ser nuevo.
Creo en un Dios que es verdad y es camino,
que es pan y que es agua, alimento de peregrinos.
Creo en un Dios que es humano y es divino,
que está en el cielo y a la vez aquí, en mi destino.
Creo en un Dios que se muestra pequeño,
que se manifiesta humilde, pero que de todo es dueño.
Comunidad:
Creo en un Dios que es Padre, que es Hijo,
y que es Espíritu Santo. Que es Uno y es Trino.
Creo en un Dios que es Dios de mis padres,
un Dios que por su pueblo hizo y hará cosas grandes.
En ese Dios creo, con una fe sin tiempo,
con una fe simple, que nace desde adentro.
Comunidad:
En ese Dios creo, con fe verdadera,
con toda mi fuerza y mi alma entera.
En ese Dios creo, el mismo de ayer,
el que será mañana y será para siempre.
En ese Dios creo, pues vela por el universo,
porque está en la inmensidad y también en cada verso,
en cada palabra, en cada mirada, en cada sonrisa y en cada gesto
que desde el ser humano nacen para ir haciendo en la tierra su Reino.
Comunidad:
En ese Dios creo, en El está mi esperanza,
a El doy mi canto y dedico mi alabanza,
a El ofrendo mi vida, pobre, consagrada,
y le entrego esta fe, pequeña, que de creer no se cansa.

Gerardo Oberman

ALGO MÁS SOBRE SANTA TERESA DE JESÚS

SANTA TERESA DE JESÚS
(+ 1582)

¿Qué tiene esta mujer que, cuando nos vemos ante su obra, quedamos avasallados y rendidos? ¿Qué fuerza motriz, qué imán oculto se esconde en sus palabras, que roban los corazones? ¿Qué luz, qué sortilegio es éste, el de la historia de su vida, el del vuelo ascensional de su espíritu hacia las cumbres del amor divino? Con razón fundada pudo decir Herranz Estables que “a Santa Teresa no acaba de conocerla nadie, porque su grandeza excede de tal suerte nuestra capacidad que la desborda, y, como los centros excesivamente luminosos mirados de hito en hito, deslumbra y ciega”.
Teresa de Cepeda nace en Ávila, el 28 de marzo de 1515. En el admirable Libro de la Vida, escrito por ella misma, nos refiere cómo fueron sus primeros años en el seno de su hidalga familia. Sabemos, además, por testimonio de quienes la trataron, que Teresa de Cepeda era una joven agradable, bella, destinada a triunfar en los estrados del mundo, y, como ella confiesa, amiga de engalanarse y leer libros de caballería; y aún más, son sus palabras, “enemiguísima de ser monja” (Vida, II, 8). Pero el Señor, que la había creado para lumbrera de la cristiandad, no podía consentir que se adocenara con el roce de lo vulgar espíritu tan selecto, y así, la ayudó a forjarse a sí misma. Venciendo su natural repugnancia, Teresa se determinó, al fin, a tomar el hábito de carmelita en la Encarnación de Ávila. “Cuando salí de casa de mi padre para ir al convento—nos dice ella—no creo será más el sentimiento cuando me muera” (Vida, IV, 1).
¡Qué emoción tiene, al llegar este punto, ese capítulo octavo del Libro de la Vida, en que ella relata los términos por los que fue perdiendo las mercedes que el Señor le había hecho! Teresa de Jesús, ya monja, quería conciliar lo inconciliable, vida de regalo con vida de oración, afición de Dios y afición de criaturas, que, como más tarde diría San Juan de la Cruz, no pueden caber en una persona a la vez, porque son contrarios, y como contrarios se repelen.
Nuestro Señor, que vigilaba a esta alma, no había ya de tardar en rendirla por entero a su dominio. Y acaeciole a Teresa que, cierto día que entró en el oratorio, vio una imagen que habían traído a guardar allí. Era de Cristo, nos dice ella, muy llagado, un lastimoso y tierno Ecce Homo. Al verle Teresa se turbó en su ser, porque representaba muy a lo vivo todo lo que el Señor había padecido por nosotros. “Arrojéme cabe Él—nos cuenta—con grandísimo derramamiento de lágrimas” (Vida, IX, 1). ¿Cómo no había de ser así, si aquel corazón generoso, magnánimo de Teresa estaba destinado a encender en su fuego, a través de los siglos, a miles y miles de almas en el amor de Cristo?
Y ya, desde este trance, el Espíritu de Teresa es un volcán en ebullición, desbordante de plenitud y de fuerza. Su alma, guiada por Jesucristo, entra a velas desplegadas por el cauce de la oración mental. ¿Qué es la oración para Teresa? ¿Será un alambicamiento de razones y conceptos, al estilo de los ingenios de aquel siglo? No; mucho más sencillo: “No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Vida, VIII, 5). En ese “tratar de amistad” vendrán a resolverse todos los grados de oración que su alma y su pluma recorran, hasta las últimas “moradas”, hasta el “convite perdurable” que San Juan de la Cruz pone en la cima del “Monte Carmelo”. ¿Y quién no se siente con fuerzas para emprender el camino de la oración mental? Teresa esgrimirá el argumento definitivo para alentar a los irresolutos: “A los que tratan la oración el mismo Señor les hace la costa, pues, por un poco de trabajo, da gusto para que con él se pasen los trabajos” (Vida, VIII, 8).
Esta es la oración de Santa Teresa, elevada, cordial, enderezada al amor, porque, son sus palabras, “el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho” (Fund., V, 2). ¿Quién se imagina que el fruto de la oración son los gustos y consolaciones del espíritu? En otro lugar nos avisará Santa Teresa que “no está el amor de Dios en tener lágrimas…, sino en servir con justicia y fortaleza de ánima y humildad” (Vida, XI, 13).
Es el año 1562. Teresa de Jesús, monja de la Encarnación de Ávila, siente dentro de si la primera sugestión del Señor que ha de impulsarla a la gran aventura de la reforma carmelitana. ¿Por qué no volver al fervor y rigor de la regla primitiva? Y, desde este punto, Teresa de Jesús pone a contribución todas sus fuerzas en la magna empresa. Ella ha comprendido muy bien el mandato del Señor y el sentido de aquellas palabras del salmista: “obra virilmente”, y se lanza con denuedo a la lucha.
Una marea de contradicciones va a oponerse al tesón de su ánimo esforzarlo. No importa. Ella seguirá adelante, porque es el mismo Jesucristo quien le dirá en los momentos críticos: “Ahora, Teresa, ten fuerte” (Fund.. XXXI, 26). No importa el parecer contrario de algunos letrados, la incomprensión de sus confesores, el aborrecimiento, incluso, de sus hermanas en religión, todo un mundo que se levanta para cerrarle el paso. No importa. Es Santa Teresa la que escribe para ejemplo de los siglos venideros esta sentencia bellísima: “Nunca dejará el Señor a sus amadores cuando por sólo Él se aventuran” (Conceptos, III, 7).
Espoleada por esta convicción, Teresa de Jesús vence todos los obstáculos y sale, por fin, de la Encarnación para fundar, en la misma Ávila, el primer palomar de carmelitas descalzas. Se llamará “San José”, pues de San José es ella rendida devota. ¿Sabéis cuál es el ajuar que de la Encarnación lleva a la nueva casa, y del que deja recibo firmado? Consiste en una esterilla de paja, un cilicio de cadenilla, una disciplina y un hábito viejo y remendado.
“Andaban los tiempos recios” (Vida, XXXIII, 5), cuenta la fundadora. Las ofensas que de los luteranos recibía el Señor en el Santísimo Sacramento le impelían a levantar monasterios donde el Señor fuese servido con perfección. Y así, desprovista de recursos, “sin ninguna blanca” (Vida, XXXIII, 12: Fund., III, 2), como ella dice donosamente, fiada sólo en la Providencia y en el amor de Cristo que se le muestra en la oración, funda e irán surgiendo como llamaradas de fe que suben hasta el cielo los conventos de Medina del Campo. Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria, Granada y Burgos. “Para esto es la oración, hijas mías —apunta la madre Teresa a sus descalzas—: de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras” (Moradas, séptima, IV, 6). Paralelamente, su encuentro con San Juan de la Cruz, a quien gana para la reforma del Carmelo, señala un jalón trascendental en la historia de la espiritualidad. Estas dos almas gigantes se comprenden en seguida, las dos que, más tarde, habrán de ser los reyes de la teología mística, gloria de España.
Teresa de Jesús desarrolla una actividad enorme, asombrosa, tan asombrosa como lo variado de su personalidad. No hay más que asomarse a la fronda de su incomparable epistolario—-cuatrocientas treinta y siete cartas se conservan—para calibrar el talento y fortaleza excepcionales de esta mujer, que, en un milagro de diplomacia y de capacidad de trabajo, lleva sobre sus frágiles hombros el peso y la responsabilidad de un negocio tan vasto y dilatado como es el de la incipiente reforma del Carmelo.
Su diligencia se extiende a los detalles más nimios. A sí misma se llama “baratona y negociadora” (Epist., I, p.52), porque llega hasta entender en contratos de compraventa y a discutir con oficiales y maestros de obras.
Por pura obediencia, sólo por pura obediencia, escribe libros capitales de oración, ella, que, de si misma, dice “cada día me espanta más el poco talento que tengo en todo” (Fund., XXIX, 24 ). Y, mientras escribe páginas inimitables, confiesa—y no podemos por menos de leer estas palabras con honda emoción—: “me estorbo de hilar por estar en casa pobre, y con hartas ocupaciones” (Vida, X, 7). Sus obras quedan ya para siempre como monumentos de espiritualidad y bien decir. El castellano de Santa Teresa es único. En opinión de Menéndez Pidal, “su lenguaje es todo amor; es un lenguaje emocional que se deleita en todo lo que contempla, sean las más altas cosas divinas, sean las más pequeñas humanas: su estilo no es más que el abrirse la flor de su alma con el calor amoroso y derramar su perfume femenino de encanto incomparable”.
Santa Teresa de Jesús, remontada a la última morada de la unión con Dios, posee, además, un agudísimo sentido de la realidad, el ángulo de visión castellano, certero, que taladra la corteza de las cosas y personas, calando en su íntimo trasfondo. En relación con el ejercicio de la presencia de Dios, adoctrina a sus monjas de esta guisa: ‘Entended que, si es en la cocina. Entre los pucheros anda el Señor, ayudándoos en lo interior y exterior” (Fund., V. 8).
¡Ay la gracia y donaire de la madre Teresa! En cierta ocasión, escribiendo al jesuita padre Ordóñez acerca de la fundación de Medina, dice estas palabras textuales: “Tengo experiencia de lo que son muchas mujeres juntas: ¡Dios nos libre!” (Epist., I, p. 109). Otra vez, en carta a la priora de Sevilla, refiriéndose al padre Gracián, oráculo de la Santa y puntal de la descalcez: “Viene bueno y gordo, bendito sea Dios” (Epist., Il, 87). Y en otro lugar, quejándose de algún padre visitador, cargante en demasía, escribe a Gracián: “Crea que no sufre nuestra regla personas pesadas, que ella lo es harto” (Epist., I, 358). Con sobrado motivo el salero de la fundadora ha quedado entre el pueblo español como algo proverbial e irrepetible.
Teresa de Jesús ya ha consumado su tarea. El 4 de octubre de 1582, en Alba de Tormes, le viene la hora del tránsito. Su organismo virginal, de por vida asendereado por múltiples padecimientos, ya no rinde más. “¡Oh Señor mío y Esposo mío—le oyen suspirar sus monjas—, ya es llegada la hora deseada, tiempo es ya que nos veamos. Señor mío, ya es tiempo de caminar!…” Muere, como los héroes, en olor de muchedumbre, porque muchedumbre fueron en España los testigos de sus proezas y bizarrías, desde Felipe II y el duque de Alba hasta mozos de mulas, posaderos y trajinantes. Asimismo la trataron, asegurando su alma, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara, San Juan de Ávila y teólogos eminentes como Báñez.
“Yo no conocí, ni vi, a la madre Teresa de Jesús mientras estuvo en la tierra—escribiría años después la egregia pluma de fray Luis de León—, más agora, que vive en el cielo, la conozco y veo casi siempre en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros…” Cuatro siglos más tarde, sin perder un ápice de su vigencia, muy bien podemos hacer nuestras las palabras del in signe agustino.
El cuerpo de Santa Teresa y su corazón transverberado se guardan celosamente en Alba. No hay más que decir para entender que, por derecho propio e inalienable, señala Alba de Tormes una de las cimas más altas y fragantes de la geografía espiritual de España.

Pablo Bilbao Arístegui


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