8 de abril de 2018



Comentario tomado en fuenteycumbre.com por no haberse publicado el de Vicaría de Pastoral del Arzobispado de Buenos Aires

8 de abril de 2018 - II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia - Ciclo B

En este domingo se nos habla en las lecturas de cómo la noticia de la Resurrección: ¡Ha resucitado!, produce unos efectos transformadores en  la primera comunidad de Jerusalén. De estar acobardados por “miedo a los judíos” y con la esperanza por los suelos, porque a Jesús, el Maestro, lo han matado, pasan a llenarse de alegría porque han vuelto a ver al Señor. De esta experiencia pascual nace la comunidad donde “todos pensaban y sentían los mismo”. Así reciben el envío, la paz y la fuerza del Espíritu para el perdón de los pecados.

1.    Oración colecta:
Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con el retorno anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo…
2.    Textos y comentario

2.1. Hechos de los apóstoles 4,32-35

En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.

Libro de los Hechos. Libro de la Iglesia. Libro del Espíritu Santo. De la muerte y resurrección de Cristo ha surgido un nuevo ser: un pueblo nuevo. El Espíritu, Suspiro de Cristo y hálito del Padre, lo mueve con agilidad y sol­tura. San Lucas ha recogido, animado por el mismo Espíritu, algunas estampas y algunos incidentes de este pueblo que se lanza brioso a recorrer y llenar la historia. Son los primeros movimientos y las primeras actitudes. Quedarán, para la posteridad eclesial, como norma, ideal y ejemplo. Serán un espejo donde la Iglesia deberá mirarse siempre, en especial en los mo­mentos de obscuridad y de cambio. La sombra luminosa del Resucitado se proyecta fresca y paternal sobre el grupo de los primeros discípulos. Un sa­bor a manjar reciente y un olor auténtico a perfume humilde impregna todo el libro. No es, con todo, un idilio. La cruz cobija y distingue con su sombra salvífica a la joven Iglesia. Y así será siempre. Nos encontramos ante un «sumario», semejante a 2,42-47. Así lo llaman los especialistas. Lucas nos pinta la vida de la primitiva comunidad con un par de pinceladas que la ca­racterizan. El pensamiento (texto) arranca de atrás, de los versillos 30-31. Se ha «reunido» la asamblea, ha «orado» en común, ha «llenado» a los presen­tes el Espíritu Santo, se ha visto «sacudido» el edificio, han comenzado a «predicar» los apóstoles. A partir del último del versillo 31, el tiempo del verbo permanece en «imperfecto». Lo rompe el «caso» de Bernabé (36). No es, pues, un «momento», un acontecimiento aislado. Es una repetición de hechos, una acción continuada. Es un «carácter». La primitiva comunidad «era» así. Toca el «ideal». Y como ideal luminoso para todos los tiempos se ha eterni­zado en la palabra de Dios.
Son creyentes. Y son multitud. Y la multitud es variopinta: distintas cla­ses sociales, diversos países, varias lenguas. Reina la unidad más profunda: un mismo sentir y un mismo pensar. Un solo corazón y una sola alma. Sin divisiones, sin desgarramientos. Una fuerza superior centrípeta los aúna y compenetra en torno a Jesús. Un querer, un pensar, un obrar Hasta la pro­piedad privada recibe el impacto de una ordenación a lo común. Con entu­siasmo, con libertad. Así de gigante irrumpía el Soplo de lo alto, así de apremiante el fuego de su amor. Con las manos unidad y entrelazados lo brazos. se sostenían unos a otros, sin que nadie se viera en situación de pa­sar necesidad. Fuerza poderosa de cohesión. Pero la fuerza iba también ha­cia fuera. Fuerza de expansión. Los apóstoles daban testimonio de la resu­rrección de Jesús con audacia y «libertad». Son los «profetas» de la nueva creación. El Espíritu sostiene la debilidad del hombre predicador y mantiene abierta la sed del oyente. El lanza con vigor la semilla y él fecunda el campo que recoge. La palabra del apóstol, en el Espíritu Santo, se mostraba pode­rosa: operaba maravillas externas e internas, milagros y conversiones. Así será por siempre. La iglesia dispondrá, de ahora en adelante, de una pre­ciosa «libertad» interna que la capacitará para la empresa. No es de extra­ñar que la comunidad gozara de ascendiente. Las gentes la admiraban. Al fin y al cabo, era un portento. Y había gestos heroicos para situaciones ex­cepcionales. Había quien vendía todo para socorrer a los necesitados. Se desprendían voluntariamente y libremente de la «sagrada» herencia familiar para mantener viva la nueva familia que les había tocado en gracia. El bien común se miraba y valoraba por encima del bien personal. Fue una época de gran fervor. El Espíritu hizo tal maravilla. No parece, sin embargo, que tu­viera gran repercusión en las demás comunidades. Estas, a pesar de ejerci­tar la caridad con magnanimidad, no llegaron a esa altura. La comunidad de Jerusalén se encontraba en especiales circunstancias. Veremos a Pablo que hace frecuentes colectas para socorrer a sus miembros. También ello era acción del Espíritu Santo. Esta estampa, como «ideal», ha ejercitado du­rante la historia de la Iglesia poderoso influjo sobre fundadores y reformado­res. Pensemos tan solo en san Agustín.

2.2. Salmo responsorial: 117
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Diga la casa de Israel: / eterna es su misericordia. / Diga la casa de Aarón: / eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia. R.
La diestra del Señor es poderosa, / la diestra del Señor es excelsa. / No he de morir, viviré / para contar las hazañas del Señor. / Me castigó, me castigó el Señor, / pero no me entregó a la muerte. R.
La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente. / Éste es el día en que actuó el Señor: / sea nuestra alegría y nuestro gozo. R.

Salmo de acción de gracias. El estribillo, con la primera estrofa, da la tó­nica: acción de gracias. Sonora, jubilosa, exultante. Comunitaria, universal: toda la asamblea santa. Díganlo todos, cántenlo todos, divúlguenlo todos. Is­rael, Aarón, fieles: ¡Dios ha intervenido! ¡Es eterna su misericordia!
La iglesia se congrega, de fiesta, en el día de la Fiesta del Señor. Del Se­ñor que con su poder ha instituido la Fiesta. Porque la Fiesta es obra del Señor. Y la obra del Señor es el Señor obrando. Obrando maravillas. Y ma­ravilla de maravillas es su resurrección gloriosa. Gran actuación, soberbia manifestación de poder. Cristo que, muerto, surge a la vida; que, sepultado, escapa a la tierra; que, desechado, se presenta Elegido; que, castigado, se levanta triunfante; que, mortal, resplandece inmortal para siempre. Elegi­dos en él, muertos con él, resucitaremos con él. Lo recordamos y celebramos en la Fiesta; lo cantamos, lo aplaudimos, lo vivimos en pregusto. Alegría y alborozo. No hemos de morir, ¡viviremos! La Diestra del Señor es poderosa; la Diestra del Señor es excelsa. Ha comenzado el Milagro patente. Dad gra­cias a Dios, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

2.    3. 1Juan 5,1-6

Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a Dios que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

El ciclo B toma su segunda lectura de la primera carta de Juan. La carta acompañaba en un principio, al parecer, al evangelio del mismo nombre. El estilo es el mismo y la teología, semejante. Una y otra, para nosotros, un tanto sorprendentes. Juan discurre a modo de espiral. Podría comparársele a un clavo de rosca: en un extremo, la cabeza, poligonal (afirmaciones yux­tapuestas); en el otro, afilada punta. La multiplicidad, heterogénea a pri­mera vista, acaba en unidad compacta. En el fondo es una y única la ver­dad, que va tomando diversas formas, según se la va haciendo girar. Es un policromado fanal a quien uno tras otro vamos examinando las facetas. En este pasaje alternan los temas de la fe y de la caridad, para terminar, pa­sando por Cristo, con el testimonio del Espíritu Santo. Las tres divinas per­sonas dejan la impronta de su personalidad en la obra de la redención. La caridad surge del Padre, se enraiza en Jesús y es alimentada por el Espíritu Santo.
La caridad proviene de Dios: «Dios nos amó primero» (4,19). Se ha mani­festado espléndidamente en el envío de su Hijo (4, 9-10). El amor de Dios se recibe en la fe. La fe es la respuesta del hombre al amor de Dios: aceptación vital de amor que Dios nos profesa en su Hijo. La fe tiene, en éste más que en ningún otro texto, un sentido complexivo, pleno: obediencia a Dios y reco­nocimiento práctico de su presencia en el prójimo. Quien cree en Jesús, y creer es hacer lo que él hace, es hijo de Dios, ha nacido de Dios.
El amor de Dios es un «don». Un «don» sobrenatural, concedido en Cristo. Como tal nos capacita para amar a Dios de forma semejante, guardadas las distancias, a como Dios nos ama. Toma la forma de «obediencia», como en Cristo, y nos lanza, como en él, a dar la vida por los hermanos, en forma de «entrega». No en vano recomendó Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Es el mandamiento radical del cristianismo. El amor al pró­jimo-hermano está dentro del amor de Dios, es su expresión vital, pues en el prójimo-hermano habita Dios con su amor. El amor así entendido y la fe así vivida vencen al mundo, como venció al mundo el amor de Cristo, obediencia total al Padre y entrega total por los hermanos. Así se entiende que nos lla­memos y seamos «hijos» de Dios, pues habita y actúa en nosotros. La filiación se considera, por tanto, de forma dinámica: odio al odio y enemistad con el pecado. Toda una vida de amor. Que por ser de tal amor -amor de Dios- vence a la muerte y supera las tinieblas. Como en Cristo Jesús. ¿No es el pe­cado del mundo falta de fe en Cristo, amor del Padre, y ausencia de amor a los «hermanos»? La fe del cristiano vence al mundo.
Jesús aparece en este edificio divino como pieza imprescindible. En Jesús somos hijos, en Jesús nos engendra el Padre. Tocamos en él la misma vida trinitaria. Jesús es, por tanto, objeto de fe: confesamos y proclamamos que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, la causa de nuestra salvación por su muerte. El autor recuerda su paso por este mundo, como Verbo Encarnado: Bautismo (agua), consagrado Siervo; Muerte expiatoria (sangre). No se puede confesar la una sin la otra, ni a Jesús sin alguna de las dos. La Iglesia da testimonio perenne de este misterio en virtud del Espíritu Santo. Y el tes­timonio revela la presencia del Espíritu Santo en la iglesia.

2.    4. Juan 20,19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros.” Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado así también os envió yo.” Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor.” Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.”
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros.” Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.” Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.”
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Dos preciosas escenas, unidas entre sí externamente por la figura de To­más. Internamente por la de Jesús, figura central. Cada una de ellas con un centro de interés propio. Interés cristológico y eclesiológico. Jesús resucitado vive en la Iglesia y la Iglesia vive en Jesús. Jesús resucitado abre poderoso el futuro y la Iglesia corre hacia él para revelar al Revelador del Padre. Primera conclusión del evangelio.
Es el día primero. El día, que por el acontecimiento, resulta ser el más grande, el Primero. El Día del Señor, creador y redentor. El Día de la Resu­rrección. La luz ha madrugado resplandeciente y creadora. Los discípulos, como grupo, «duermen» todavía. Han oído hablar a la Magdalena. Pedro y el «otro discípulo» han «visto» la maravilla del sepulcro vacío. Pero no han «visto» a nadie. El grupo no «ve» todavía. Y como no ve, tiene miedo. Y como sienten miedo, se cierran por dentro y permanecen juntos. Faltaba la fe ro­busta.
Jesús se puso en medio. En el centro. Jesús es el centro. De este y de to­dos los momentos. de este y de todos los grupos. De esta y de todas las igle­sias. Jesús constituye el centro y la vida de la Iglesia de todos los tiempos. Jesús, en el centro, disipa las dudas y ahuyenta los miedos. Jesús Resuci­tado, lleno de luz y de fuerza, infunde seguridad y firmeza. Jesús irradia alegría. Sin Jesús en el centro no existe la Iglesia, ni la seguridad, ni la fir­meza ni la alegría.
Jesús saluda con la paz. Jesús trae la paz. Es un saludo cordial. Por ser de Jesús resucitado, un saludo doblemente significativo y eficaz. Es la paz del resucitado. Paz de Dios que se alarga hasta la vida eterna. ¡Jesús ha re­sucitado! Allí sus manos, allí su costado: las cicatrices sagradas que testi­monian la obra redentora. No es solamente el Jesús vivo, sino el Jesús vivifi­cante. El cordero que murió por los pecados, el Hijo que se entregó por amor hasta la muerte. Seguridad y alegría que se levantan, por encima del Jesús «vivo», al Jesús, Señor y Dios de la confesión de Tomás. La Iglesia recoge tan precioso saludo. Muestra su alegría y satisfacción. Nadie se las podrá arrebatar, como nada ni nadie podrá impedir ni arrebatar a Jesús su estado y poder de resucitado.
Vuelve a sonar la «paz». Más honda, más trascendente, más divina. Apunta a una comunicación misteriosa e indecible de Jesús. Jesús, la Paz, se entrega como «paz» a los suyos para todos los tiempos. Jesús, enviado del Padre, envía. Jesús, redención de Dios, confiere el poder de perdonar. Sos­pechamos lo que encierra el título de Enviado. Por una parte indica la unión íntima e inefable con Dios en la propia naturaleza: relaciones trinitarias. Por otra, respecto al mundo, señala la «misión» de revelar al Padre. La «misión» cumplida -Jesús exaltado- implica el poder de cumplir la «misión» a través de todos los tiempos. El Verbo, que nace del Padre, y Encarnado asume la «misión» salvadora de este mundo, se alegra, en virtud de su resurrección, en la «misión» que confía a los suyos, hasta el fin del mundo. Los discípulos reciben la misión de Jesús y gozan de ella: en su nombre y en su poder, que es el nombre y el poder del Padre, pueden y deben continuar la obra de Je­sús. Jesús resucitado ha sido transformado; Jesús enviado, ha sido investido de todo poder. Los discípulos reciben el poder de Jesús que los trasforma y capacita para dar la paz, para “revelar” al Padre, para en él, Jesús, conti­nuar su obra. He ahí la fuerza trasformante que exhala la boca del resuci­tado: el Espíritu Santo. El aliento de Jesús, el amor del Padre. Como aliento, fuerza creadora; como amor, perdón y paz. Es la fuerza para creer, es la fuerza para perdonar, es la fuerza para revelar al Padre que ama. Es la obra de Jesús, es la obra de la Iglesia.
Tomás no se encontraba allí. Tomás no acepta el testimonio de sus com­pañeros. Tomás no cree. Tomás exige, para creer, “ver” personalmente a Je­sús. Y no de cualquier manera. Tomás “tiene” que tocar por sí mismo al Je­sús muerto en la cruz: palpar las llagas de sus manos y de su costado. Y Je­sús le da la oportunidad. Y le recrimina su falta de fe. Jesús bendice la fe. La Iglesia vivirá de la fe. He ahí su “bendición” y bienaventuranza. La Iglesia vive de la palabra de Jesús y del testimonio de los apóstoles. Ahí descasa todo el edificio. Edificio sostenido por la acción del Espíritu Santo. La iglesia que vive de la fe delata la presencia de Dios salvador.
Tomás “ve” a Jesús. Ve y “cree”. Y como creyente, confiesa confundido: “Señor y Dios mío”. Señor y Dios. Intuición profunda y certeza del carácter divino de Jesús. La resurrección lo ha manifestado. A Jesús resucitado se llega por la fe. La iglesia debe predicarla y en su acción facilitarla. Dios opera por dentro. Jesús es Señor y Dios nuestro.
Reflexionemos:

1.    A) Jesús ha resucitado. Este es el hecho. No es una invención. Es una rea­lidad. Ahí el testimonio de Juan, de Pedro, de la Magdalena, de Tomás, de los discípulos… Ahí el testimonio de toda la iglesia hasta nuestros días. Tes­timonio rubricado en sangre.
Jesús vive. Coronado de honor y de gloria. Poderoso, sentado a la diestra de Dios omnipotente. Su gloria es la divina, su poder el de Dios. Es el en­viado del Padre par todas las gentes y para todos los tiempos. Es el centro de las edades. Irradia, como precioso abanico, prerrogativas divinas y su­blimes realidades. Es la paz y trae la paz. Paz que se alarga hasta la vida eterna. En él encontramos la paz con Dios, la paz de Dios, encontramos a Dios. En él se comunica el Padre y en él nos comunicamos con Dios. Fuente de gozo, causa de alegría. Jesús resucitado es el Jesús que murió por noso­tros. Con su muerte alcanzó el perdón, con su entrega, el don del Espíritu Santo. La iglesia se reúne en torno a él y lo celebra y confiesa: “Señor y Dios mío”. Gritemos, cantemos, alabemos, demos gracias a Dios. El salmo nos in­vita incontenible. Es nuestra Fiesta, la Fiesta del Señor. Se hace imprescin­dible la “contemplación” del misterio. Las palabras se declaran impotentes de expresarlo.
1.    B) El Espíritu Santo. Es el don de Jesús resucitado. La paz y el perdón los frutos más preciados. Recordemos la caridad y la fe con su multiplicidad de matices. La lectura segunda se extiende en ello. La presencia del Espíritu demuestra la verdad de la Resurrección de Jesús. Y testimonia la presencia de Jesús en su Iglesia. Tanto el individuo como la comunidad cristianos vi­ven en virtud de su fuerza.
2.    C) La Iglesia. La Iglesia es obra de Dios. La Iglesia continúa la obra sal­vadora de Jesús. De él recibe el poder y la fuerza, de él la «misión» de reve­lar al Padre. Expande la paz y procura el perdón. Paz que el mundo no puede dar y perdón que los hombres no pueden por sí mismos conseguir. Esa es su misión y no otra. Para ello el Don de lo alto. El Espíritu Santo la dirige y gobierna, la vivifica y sostiene. Dispuesta a correr la historia hasta el fin, Dios le ha concedido en Cristo su propio Espíritu.
La Iglesia revela a Dios creador y salvador: a Dios-padre bueno que ama al hombre. La Iglesia se esforzará en predicarlo, en confesarlo, en practi­carlo. La Iglesia es, dentro de los límites humanos, expansión del amor de Dios a los hombres. Su principal virtud y forma de vida ha de ser la «caridad». La Iglesia vive de amor. La Iglesia ama a Dios y ama a los hom­bres como ve y encuentra que Jesús los ama. La primera y segunda lectura nos lo recuerda.
La Iglesia, que se esfuerza por amar al Padre, se esmera por amar al Hijo. La Iglesia proclama la Resurrección de Jesús. La confiesa y la cele­bra. Aclama a Jesús como Señor y Dios, como Dios y como hombre verda­dero. Se adhiere a él con todas sus fuerzas. Toda para él, como él todo fue para ella. Obediente al Padre como Jesús, entregada a los hombres como su Señor. Fe robusta y amor sincero. La Iglesia favorecerá la acción del Espí­ritu Santo. Propugna la paz cristiana y el perdón divino. Se prepara la «visión» en una vida de profunda fe y de encendido amor.
La Iglesia ama a sus hijos. Sus hijos la componen. La primera lectura nos ofrece la bella imagen de los hermanos unidos. Conviene detenerse en esto. Amor práctico y real con los necesitados. Es la Familia de Dios, es el Cuerpo de Cristo. El que ama a Cristo ama a los hermanos. La estampa nos invita a una revisión y reforma.

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