Día 9. 8 de diciembre

MES DE LA SAGRADA FAMILIA

CON LA SAGRADA FAMILIA
Autor: H. Francisco Cabrerizo Miguel
Madrid, 2010
Propiedad Intelectual – Derechos Reservados
Edita: Hermanos de la Sagrada Familia


9.- LE PUSIERON POR NOMBRE JESUS.
(Lc 2, 21-40)

Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Cuando llegó el tiempo de la purificación de ellos, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor" y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "Un par de tórtolas o dos pichones".

Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo.

Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con El lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: "Ahora, Señor, según, tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".

José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo diciendo a María, su madre: "Mira: éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma".

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. (Lc 2, 21-40)


Esta narración comprende dos textos distintos: la imposición del nombre con el rito de la circuncisión y la presentación de Jesús y de María en el templo. Ambos comienzan con las mismas palabras: "cuando se hubo cumplido el tiempo" (al octavo día en el primero y cumplidos los días en el segundo). Parece apuntar al tiempo cronológico transcurrido para cumplir con ambos preceptos, tal como señala la Torá para estos casos.

Sin embargo, Lucas emplea esta misma expresión para indicar el momento del alumbramiento de María: "estando allí se cumplieron los días y dio a luz a su hijo primogénito". Parece que se quiere indicar que Cristo participa enteramente de nuestra humanidad. Está con nosotros en todo. Asume plenamente la limitación de la naturaleza humana, las leyes sociales, culturales y religiosas. Es una encarnación en toda regla. Cristo no viene de visita. Cristo no viene como turista. Es de los nuestros. Es nuestro.

La imposición del nombre. Es el padre quien, por derecho, pone el nombre al circuncidado. Poner el nombre significa aceptar la paternidad, reconocer oficialmente al niño como hijo propio. José es legal y oficialmente el padre de Jesús. Así se lo había anunciado el ángel y así lo aceptó José, según nos transmite S. Mateo: “el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1,25). Es llamativo ver cómo Dios cumple la promesa hecha a David a través de la paternidad legal de José. Nadie esperaba esto. Todos creían que el Mesías sería un descendiente directo de David, de su misma sangre y por vía paterna. Dios siempre desconcierta. Sus caminos no son nuestros caminos.

En este caso el nombre viene dado por Dios Padre a través del ángel. El nombre de Jesús es un nombre divino, anunciado ya a María por el ángel Gabriel (Lc. 1, 31) y a José en la revelación nocturna (Mt. 1, 25). Es un nombre que incluye y expresa la misión encomendada: "Yahvé salva". Pablo nos recuerda que se le dio un "nombre sobre todo nombre" (Fil. 2, 9). El único nombre en que se puede hallar la salvación: "no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Hch. 2, 12). El Espíritu Santo compara este nombre con el óleo: "tu nombre es como un óleo fragante" (Cant. cant. 1, 2) y San Bernardo lo explica diciendo que el nombre de Jesús es "luz para la mente, alimento para el corazón y medicina para el alma".

El hecho de que José, con María, ponga al niño el nombre que recibió del ángel, parece indicar que los padres no sólo cumplen con lo que se les dijo sino que además aceptan el destino del niño, la misión que trae. Jesús expresa su conformidad a través de la aceptación de los padres. Nos recuerda nuestro bautismo, cuando nuestros padres y padrinos dieron el sí en nombre nuestro y se comprometieron en educarnos en la fe. Es la familia entera quien queda comprometida en este acontecimiento. Y siempre es así: la familia-comunidad acepta, se compromete y recibe el gozo y la fuerza para vivir la fe.

Cada uno de nosotros tiene también su nombre impuesto en el bautismo y además lleva el nombre de la Institución o la comunidad a la que pertenece. Las Constituciones nos recuerdan a los Hermanos que, al profesar, aceptamos el nombre de Hermanos de la Sagrada Familia que el padre, el Fundador, eligió para la Congregación. Con ello expresamos también que aceptamos la misión encomendada al Instituto. Se nos ha confiado la manifestación de un carisma en la Iglesia para continuar la misma misión que acepta Cristo. No es un nombre más. De igual manera, el hecho de pertenecer a una comunidad cristiana con un nombre concreto lleva implícito el compromiso de manifestar en la Iglesia el carisma específico que distingue a la comunidad, aunque parezca insignificante e irrelevante. Dios actúa en lo pequeño, siempre que se lo permitamos. Hay un compromiso de Iglesia que arranca del bautismo y se manifiesta en la vida de la comunidad.

Cristo recibe el nombre en la circuncisión. Expresa en gesto vivo y sangrante su encarnación en la humanidad a través de una raza concreta, de un rito determinado. Manifiesta también que acepta la alianza de Dios con su pueblo, con la humanidad misma. Cristo está con nosotros y para ello se hace judío, vive y actúa como ciudadano judío, se dedica a sus paisanos para darse así a todos. Cristo es de toda la humanidad siendo de una raza. Sin perder su identidad racial y geográfica. Se encarna.

Y es que la encarnación tiene sus límites y sus características. Para encarnarse hay que asumir una raza, pertenecer a un pueblo determinado, estar dentro de una cultura y en una geografía precisa. Incluso hay que entrar en un determinado culto. No puede uno encarnarse para ser de todos, sin ser de nadie. Las encarnaciones partidistas, regionalistas, racistas,... no son cristianas. Cristo, el Salvador del género humano, es de todos siendo de una raza. Sin embargo nadie puede hacer alarde de tener a Cristo en exclusiva, ni siquiera los de su raza. Es la libertad profunda de la encarnación ante los condicionantes externos. Ser de Dios implica siempre ser de todos aceptando ser para algunos. Incluso sin elegir.

Pueden ayudarnos estos datos a asumir con libertad interior y con el corazón abierto nuestra encarnación en la Iglesia, en la Congregación, en la comunidad, en la familia y en la sociedad donde actuamos. A veces, el pensar en otra Iglesia, comunidad, etc. distintas, más fieles o más próximas a nuestros pagos, a nuestra manera de pensar, a nuestras sensibilidades, puede ser una disculpa para permanecer distantes de una encarnación al estilo de Jesús, es decir, evangélica. Puede ser simple justificación de nuestra no encarnación. Dios se encarna en mi familia y vive en mi persona. No tenemos disculpas.

A veces se pretende que los que viven con nosotros cambien, sean de otra forma. Nos cuesta aceptarlos como son incluso con la disculpa de quererlos mejores. Lo expresamos diciendo: si este fuese así, si tuviese esta cualidad, con lo sencillo que es lo que le falta... o añadiendo “peros” a multitud de sus actitudes. Suele acontecer que con esta aparente preocupación fraterna o caritativa llegamos a justificar la propia inercia personal, nuestra manera de ser o de pensar, la falta de inquietud cristiana.

Cristo viene y se encarna aceptando la ley, la raza, la sociedad, lo que se encuentra. Incluso el pecado como realidad profunda del hombre. El viene a salvar, a darse. Ha venido a buscar a los pecadores. Ha muerto por el pecado y para redimir al hombre del pecado. Ha muerto por mí.

También acontece que llega el desaliento por los escasos frutos obtenidos en el progreso espiritual, en la catequesis o en el apostolado, por la incomprensión de algunas personas o incluso generaciones, por la dificultad misma de trabajar por el reino y sobre todo porque parece que no terminamos nunca de ser de Cristo. Estas son también limitaciones propias de la encarnación que hay que asumir con fe y esperanza. Cristo mismo sintió el desaliento y el cansancio ante la incomprensión de sus discípulos, ante los intereses rastreros de la gente que le busca porque les ha dado de comer. Todo esto forma parte de la encarnación.

Lucas subraya la imposición del nombre, la aceptación por parte de Cristo de la misión que se le ha encomendado. El viene a dar plenitud a la ley y se somete a la misma para interpretarla desde dentro, para llevarla a su plenitud. Acepta las mediaciones poniendo en juego su persona, entregándose al cuchillo que le circuncida.

Así manifiesta el amor y la obediencia. Siempre van unidos porque el amor obedece siempre dándose, aceptando, cumpliendo. Juan lo recuerda con palabras sencillas: "el que ama a Dios cumple los mandamientos" (1ª J). Permanecer en el amor es cumplir los mandamientos, es lo importante. Desde el amor resulta más fácil ser luz y sal y levadura sin preocuparse por el tipo de masa en el que le sumerjan. Para ser fermento hay que disolverse dentro de la masa.

Que la Sagrada Familia, que unida a Jesús hace posible este gesto, acompañe nuestros esfuerzos para encarnarnos entre los hombres. Con María y José podemos encontrar el gesto adecuado que haga inteligible la encarnación y sus signos ante los hombres de hoy. Que el nombre que llevamos nos anime cada día a responder a la misión con la misma entrega que manifiesta Cristo. En las dificultades puede ayudarnos el recordar que Cristo entrega su carne al cuchillo para manifestar la adhesión a la alianza.

ORACION. Dios todopoderoso y eterno, te rogamos humildemente que, así como tu Hijo Unigénito, revestido de nuestra humanidad, ha sido presentado hoy en el templo, nos concedas de igual modo, a nosotros la gracia de ser presentados delante de ti con el alma limpia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Te invitamos a dejarnos tus comentarios, sugerencias u observaciones. Gracias por hacerlo.