20 de abril de 2013

20 de abril de 2013 - SABADO DE LA SEMANA III DE PASCUA


Unos Momentos con Jesús y María 

Lecturas del 20-4-13 (Sábado de la Tercera Semana de Pascua) 
SANTORAL:
  Santa Inés de Montepulciano    

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 9, 31-42

La Iglesia, entre tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría. Se iba consolidando, vivía en el temor del Señor y crecía en número, asistida por el Espíritu Santo.
Pedro, en una gira por todas las ciudades, visitó también a los santos que vivían en Lida. Allí encontró a un paralítico llamado Eneas, que estaba postrado en cama desde hacía ocho años.
Pedro le dijo: «Eneas, Jesucristo te devuelve la salud: levántate, y arregla tú mismo la cama.» El se levantó en seguida, y al verlo, todos los habitantes de Lida y de la llanura de Sarón se convirtieron al Señor.
Entre los discípulos de Jope había una mujer llamada Tabitá, que quiere decir «gacela». Pasaba su vida haciendo el bien y repartía abundantes limosnas. Pero en esos días se enfermó y murió. Después de haberla lavado, la colocaron en la habitación de arriba.
Como Lida está cerca de Jope, los discípulos, enterados de que Pedro estaba allí, enviaron a dos hombres para pedirle que acudiera cuanto antes. Pedro salió en seguida con ellos. Apenas llegó, lo llevaron a la habitación de arriba. Todas las viudas lo rodearon y, llorando, le mostraban las túnicas y los abrigos que les había hecho Tabitá cuando vivía con ellas.
Pedro hizo salir a todos afuera, se puso de rodillas y comenzó a orar. Volviéndose luego hacia el cadáver, dijo: «Tabitá, levántate». Ella abrió los ojos y, al ver a Pedro, se incorporó. El la tomó de la mano y la hizo levantar. Llamó entonces a los hermanos y a las viudas, y se la devolvió con vida.
La noticia se extendió por toda la ciudad de Jope, y muchos creyeron en el Señor.
Palabra de Dios. 

SALMO Sal 115, 12-13. 14-15. 16-17 (R.: 12) 
R. ¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?

 ¿Con qué pagaré al Señor
 todo el bien que me hizo?
 Alzaré la copa de la salvación
 e invocaré el nombre del Señor.  R.

 Cumpliré mis votos al Señor,
 en presencia de todo su pueblo.
 íQué penosa es para el Señor
 la muerte de sus amigos!  R.

 Yo, Señor, soy tu servidor,
 tu servidor, lo mismo que mi madre:
 por eso rompiste mis cadenas.
 Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
 e invocaré el nombre del Señor.  R.
 

X Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 60-69

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?»
Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen.»
En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar.
Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.»
Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo.
Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?»
Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios.»
Palabra del Señor. 

Reflexión   

La promesa que Jesús hace en la sinagoga de Cafarnaún de dejarnos su Cuerpo y Sangre como alimento en la Eucaristía causó discusiones y escándalos entre muchos de los que lo escuchaban. Frente a un don tan preciado, una gran parte de los seguidores de Jesús lo abandonan: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”, nos dice San Juan en el Evangelio. 
Frente al la maravilla de su entrega en la Eucaristía, muchos responden volviendo la espalda al Señor. Y no es la muchedumbre, sino sus discípulos los que lo abandonan. Como contrapartida, en los doce apóstoles crece la fidelidad a su Maestro y Señor. Acaso ellos tampoco comprendieron del todo lo que Jesús les promete, pero permanecieron junto a Él. 
¿Por qué se quedaron? ¿Por qué fueron leales en el momento de las deslealtades?
Porque les unía  a Jesús una honda amistad, porque le trataban diariamente y habían comprendido que sólo Él tiene palabras de vida eterna. Porque le amaban profundamente.
“Señor, ¿a quién iremos?” le dice Pedro cuando Jesús les pregunta si ellos también se van.
“Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios.” 
Hoy nosotros tenemos la gran oportunidad de dar testimonio de una virtud tan poco valorada en nuestros tiempos, como lo es la “fidelidad”. Vemos con alarmante frecuencia como se quiebra la lealtad en los matrimonios. Como se rompe la palabra empeñada. Como se abandona la fidelidad a la doctrina y a la persona de Cristo.
Los apóstoles nos enseñan con su ejemplo, que esta virtud se fundamenta en el amor: ellos son fieles porque aman a Cristo. Es el amor el que les induce a permanecer mientras que muchos desertan.
El Papa Juan Pablo II nos alienta: “busquen a Jesús esforzándose en conseguir una fe personal profunda que informe y oriente sus vidas; pero sobre todo que sea vuestro compromiso y vuestro programa amar a Jesús, con un amor sincero, auténtico y personal. Él debe ser vuestro amigo y vuestro apoyo  en el camino de la vida. Sólo Él tiene palabras de vida eterna”. 
La fe no es ante todo una “enseñanza”. Casi podría decirse que es un “compromiso”, un “requerimiento”: nos desafía a elegir. Muchos discípulos se van, pero en los apóstoles, crece la fidelidad.  
Vamos a proponernos hoy luchar en todo momento, con espíritu alegre , para acercarnos cada día un poco más a Dios. De amar cada vez más a Jesús.
 
Estate, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte,
y, cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque el pensar que te irás
me causa un terrible miedo
de si yo sin ti me quedo,
de si tú sin mí te vas.

Llévame en tu compañía,
donde tu vayas, Jesús,
porque bien sé que eres tú
la vida del alma mía;
si tú vida no me das,
yo sé que vivir no puedo,
ni si yo sin ti me quedo,
ni si tú sin mí te vas.

Por eso, más que a la muerte,
temo, Señor, tu partida
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte;
pues la inmortal que tu das
sé que alcanzarla no puedo
cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas. Amén.
            Himno de la Liturgia de las Horas  

SANTORAL:  Santa Inés de Montepulciano   

De padres nobles y ricos, Inés nació en Gracciano Vecchio, pequeño pueblo cercano a Montepulciano, probablemente hacia el año 1274. Sus primeros años en el monasterio de las "saquinas" de esta última ciudad (llamadas así porque usaban un escapulario de la burda estopa con que se hacen las sacas), fueron una revelación para sus maestras, por su humildad, mortificación, tierna devoción y obediencia.
Sólo contaba Inés catorce años cuando la superiora le encomendó la administración temporal del convento.
Los ayunos y la penitencia eran su práctica habitual. La desnuda tierra le servía de lecho. "Te enfermarás", le reconvenían. "Pero la tierra, que da frutos y flores, replicaba, ¿puede traer mal alguno?".
A los quince años de edad, juntamente con su maestra en la vida religiosa, llamada Margarita, fundó el primer monasterio en Proceno, en el condado de Orvieto, distante unos treinta kilómetros de Montepulciano.
Poseía la prudencia, la inteligencia y el saber de las cosas prácticas del mundo, que, unidas a las del cielo, la hicieron acreedora al nombramiento de abadesa. "Es una niña", fundamentó el papa. A lo que todos respondieron: "Una niña santa, cuyo entendimiento supera a la edad". El sumo pontífice Nicolás IV envió su consentimiento unido a la bendición apostólica.
Inés, superiora de diecinueve años, enseñaba con el ejemplo de su vida austera. El pobrecito de Asís la guiaba en sus meditaciones. Ella le imploraba: "Tú, que has llamado hermana a la tierra, sé mi maestro y guía". Conversaba con las monjas y con la gente que llegaba en busca de alivio espiritual.  Para los afligidos, los enfermos, los desvalidos, dispensaba el milagro de la conformidad con la voluntad divina.
A la entrada de la ciudad de Montepulciano vivían, en algunas mansiones, personas de vida escandalosa. Inés había prometido: "Levantaré allí una casa para la oración". Cuenta la leyenda que en ese lugar la santa hizo brotar un manantial, y la gente iba en busca de aquella agua de vida, agua de virtud prodigiosa para la curación de toda clase de enfermedades.
Muy pronto se construyó un convento. Inés, nombrada abadesa, lo anexó a la orden de Santo Domingo.
Murió el 20 de abril de 1317. Su tumba es visitada por innumerables peregrinos. Fue su biógrafo el beato Raimundo de Capua. Santa Catalina de Siena, nacida treinta años después de su muerte y que la veneraba, nos ha dejado numerosas referencias sobre la santa de Montepulciano.  

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