Día 24. 23 de diciembre

MES DE LA SAGRADA FAMILIA

CON LA SAGRADA FAMILIA
Autor: H. Francisco Cabrerizo Miguel
Madrid, 2010
Propiedad Intelectual – Derechos Reservados
Edita: Hermanos de la Sagrada Familia

24.- LA CONSAGRACION
DESDE LA SAGRADA FAMILIA
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Para entender la consagración de María y de José en Dios y desde Dios, conviene tener en cuenta el texto de Hebreos 10, 5-7: "Por eso, al entrar en el mundo, dice: Tú no has querido sacrificio ni ofrenda; mas a mí me has preparado un cuerpo; no te han agradado los holocaustos por el pecado. Entonces dije: Heme aquí que vengo, según está escrito de mí al principio del libro, para cumplir ¡Oh Dios! tu voluntad". No hay acto físico de consagración. Es una consagración en el Espíritu que Dios acepta y que incluso exige. Queda consagrado, propiedad de Dios, dedicado en todo su ser a El. Y es Dios mismo quien consagra, Solamente Dios puede consagrar.

Cristo es el protoconsagrado, el consagrado por excelencia. El hace posibles las demás consagraciones en la medida en que las une a la suya. El que pueda realizar esta unión depende de Dios mismo y sobre todo de la actitud del consagrado, de la posibilidad que se le ofrece a Dios para asociar la persona a la ofrenda de Cristo. Dios Padre es quien consagra en Cristo. El hombre puede tener la voluntad de dedicar su vida a Dios pero no puede consagrarse. Solamente se le pide que acepte la consagración que Dios le ofrece y la viva con alegría, en adoración.

En María y José se da una unión completa a la consagración del Verbo. El sí de María coincide con el sí de Cristo. Parece como si fuese un mismo sí. María dijo sí a Cristo durante toda su vida. Su aceptación sirve al sí de Cristo, permite realizar su oblación. Ambos síes van íntimamente unidos y ligados porque sirven al mismo y único plan de salvación. El sí ha de ir siempre en función de este plan de salvación, unido al Sí del Hijo. Es el Espíritu Santo quien impulsa el sí del consagrado, de María. No bastan los buenos propósitos para afirmar vivencialmente el sí, aunque sean imprescindibles.

EL sí de José parece más circunstancial y menos importante. Sin embargo no por eso carece de valor. Está en función del sí de María y de la entrega de Jesús, unido también al mismo plan de salvación. Forman un conjunto ligado al Sí del Hijo. Completa el sí comunitario, familiar, eclesial inaugurado en Nazaret. Sin él no sería completa la consagración en la familia y en la comunidad. Nadie es marginal en la consagración. Cada consagrado es un elegido, amado, predilecto del Padre. Necesario para que el Cuerpo comunitario sea completo.

Es más, los tres viven su sí al Padre en estrecha solidaridad familiar, en el hogar de Nazaret y desde el primer momento, ayudándose y complementándose mutuamente. Es una familia que solamente sabe aceptar, vivir cumpliendo la voluntad de Dios por encima de otros intereses. Están habituados a la obediencia, a la entrega, al trato familiar y frecuente con el Todopoderoso. Es la comunidad en pleno quien acepta gozosamente la consagración, la elección de Dios.

La aceptación de su vocación les sitúa en esa actitud oblacional de Cristo que nos describe el texto de Hebreos. Cumplir la voluntad del Padre es la meta a la que aspira el consagrado, aquello que podemos denominar como la síntesis de su vida. El Espíritu Santo es el motor del consagrado. Ungido en el Espíritu, se deja llevar por el sentido profundo de adoración que el mismo Espíritu de Jesús suscita en su persona. Hasta tal punto que, su vida más íntima y su acción más singular son expresión de esta adoración.

Nuestra consagración bautismal y la que arranca de la profesión religiosa que hicimos, participan plenamente de las mismas dimensiones cristológicas que la consagración de María y de José, aunque cada uno a su medida, según el don de Dios. Son plenas en sí mismas en cuanto de Dios depende. Deben ser también completas en la disponibilidad de la persona consagrada, en mi disponibilidad. Están movidas por el mismo Espíritu Santo y entroncadas en Cristo, el Consagrado.

Adquieren su sentido desde la consagración de Cristo, en la medida en que van unidas a la suya. Comprometen en el consagrado un sí que se une al SI de Cristo y es como una prolongación en el tiempo del sí que inauguran María y José en el Nuevo Testamento. Este sí oblacional de la persona con Cristo, con María y José, está siempre en función del mismo plan de salvación.

En la Sagrada Familia podemos decir que la entrega fue total. En nosotros depende, como ocurrió con ellos, de nuestra apertura al Espíritu, de la cabida que tenga la acción de Dios en nuestra vida y en nuestra voluntad. Si puede entrar y actuar con libertad, resulta muy fácil tener solamente un Dios y adorarle de corazón. Sin embargo, cuando falta Dios, entonces cualquier cosa, cualquier necesidad, cualquier situación sirve para ser dios.

La consagración la recibimos y la vivimos en la misma Iglesia que ellos inauguran en Nazaret y que hoy alcanza a todos los pueblos. Siempre se vive en Iglesia, en comunidad, en familia, en parroquia. No cabe una consagración vivida en olvido comunitario. La Iglesia entera recibe el don del consagrado, por el hecho mismo de ser consagrado.

A su ejemplo, la desarrollamos en una comunidad, en una familia, que se inspira en el hogar de Nazaret y que sirve al mismo pueblo de Dios al que pertenecieron María y José. En solidaridad con los hermanos y con todos los bautizados, celebrando y siendo conscientes del paso de Dios por la historia humana, compartimos la fe y nos sentimos impulsados a repetir cada día el sí de María y de José en cada una de nuestras vidas. Dios nos reúne en comunidad para ayudarnos a afirmar la consagración. Somos un pueblo de consagrados. Vivamos con alegría el don de la entrega, de la elección, de la familia consagrada.

Vivir la consagración es aceptar siempre el Sí a Cristo, a su Persona y a su misión, a la Iglesia, cuerpo visible de Cristo entre los hombres. Se manifiesta expresando las actitudes del Padre: la fidelidad, la misericordia, el perdón, la entrega, la filiación, etc. en la comunidad e individualmente. Exige la adoración, la manifestación gozosa de la presencia viva de Dios en el consagrado, en la comunidad y en la familia donde vive. Adorar significa que Dios es siempre el primero y lo primero, Quien está por encima de todo interés o preocupación. La comunidad adorante debe manifestar que Dios habita en la comunidad, en la familia, que es el primero en ser servido y amado.

Vivir la consagración es señalar permanentemente a Dios como origen y meta del ser y del quehacer humano, dentro de la sencillez de la vida diaria. Es ser campanario en la aldea o ciprés en la llanura. Apuntar a lo alto en la monotonía de la vida, en el quehacer diario, sin hacer ruido, como en Nazaret, sin cansarse, aunque aparentemente nadie escuche la invitación ni repare en el objetivo. Aunque parezca tiempo perdido.

Que la Sagrada Familia acompañe nuestra consagración bautismal y religiosa, nuestra entrega. Que la actitud de Jesús María y José inspire nuestra oración y mantenga la ofrenda de nuestra persona en la fidelidad al amor y a la predilección del Padre. Que nuestra comunidad y nuestra familia manifiesten el gozo y la unidad de la consagración. Que nos ayudemos a vivirla. Con María y José podemos renovar cada día, peregrinando en la fe y en la esperanza, el sí de nuestra entrega personal, familiar y comunitaria.

ORACION: Dios, Padre nuestro, que elegiste a la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo, haz que imitemos su entrega en el amor y podamos participar con ellos en la plenitud de tus elegidos.

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