1 de noviembre de 2015 – TO - DOMINGO
XXXI - Ciclo B
1 de noviembre - Solemnidad de Todos los Santos
Tendrán una gran recompensa en el cielo
PRIMERA LECTURA
Lectura del libro del
Apocalipsis 7, 2-4. 9-14
Yo, Juan, vi a
otro Ángel que subía del Oriente, llevando el sello del Dios vivo. Y comenzó a
gritar con voz potente a los cuatro Ángeles que habían recibido el poder de
dañar a la tierra y al mar:
«No dañen a la
tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente
de los servidores de nuestro Dios.»
Oí entonces el
número de los que habían sido marcados: eran 144. 000 pertenecientes a todas
las tribus de Israel.
Después de esto,
vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las
naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante
del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y
exclamaban con voz potente: « ¡La salvación viene de nuestro Dios que está
sentado en el trono, y del Cordero!»
Y todos los
Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Ancianos y de los cuatro Seres
Vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a
Dios, diciendo: «¡Amén! ¡Alabanza, gloria y sabiduría, acción de gracias,
honor, poder y fuerza a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!»
Y uno de los
Ancianos me preguntó: « ¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos
de túnicas blancas?»
Yo le respondí:
«Tú lo sabes, señor.»
Y él me dijo:
«Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero.»
Palabra de Dios.
SALMO
Sal 23, 1-2. 3-4b. 5-6 (R.: cf. 6)
R. Así son los que
buscan tu rostro, Señor.
Del Señor es la
tierra y todo lo que hay en ella,
el mundo y todos
sus habitantes,
porque él la fundó
sobre los mares,
él la afirmó sobre
las corrientes del océano. R.
¿Quién podrá subir
a la Montaña del Señor
y permanecer en su
recinto sagrado?
El que tiene las
manos limpias
y puro el corazón;
el que no rinde
culto a los ídolos. R.
El recibirá la
bendición del Señor,
la recompensa de
Dios, su Salvador.
Así son los que
buscan al Señor,
los que buscan tu
rostro, Dios de Jacob. R.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la primera carta del apóstol
san Juan 3, 1-3
Queridos hermanos:
¡Miren cómo nos
amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos
realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él.
Queridos míos,
desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía.
Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos
tal cual es.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san
Mateo 5, 1-12a
Al ver a la
multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a
él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que
tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los
pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los
afligidos, porque serán consolados.
Felices los que
tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos,
porque obtendrán misericordia.
Felices los que
tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que
son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el
Reino de los Cielos.
Felices ustedes,
cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a
causa de mí.
Alégrense y
regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo.»
Palabra del Señor.
Para reflexionar
Hoy la Iglesia en todo el mundo celebra la
festividad de todos los santos. En este día no recordamos sólo aquellos que
alcanzaron la meta sino que también hacemos memoria de la “Vocación a
la Santidad a la que fuimos llamados”. La celebración de todos los Santos
es expresión de la esperanza que nos habita: lo que Dios ha realizado en los
santos lo esperamos nosotros, confiados en su amor, y lo vivimos ya
ahora: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos… seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”.
El Apocalipsis nos muestra una visión del
autor en medio de los «ciento cuarenta y cuatro mil» elegidos, y otro gran
número de santos. Los que pasaron la prueba de la tribulación y la persecución
y han lavado sus túnicas en la sangre del cordero.
El camino de los hijos -que es el que desemboca en la gloria de la Jerusalén celestial- no es otro que el camino del Hijo: Él ha pasado por la gran tribulación, el mundo no lo ha conocido, ha sido perseguido y calumniado. Quienes han caminado con Jesús y ahora gozan con su dicha; nos ofrecen el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión.
El camino de los hijos -que es el que desemboca en la gloria de la Jerusalén celestial- no es otro que el camino del Hijo: Él ha pasado por la gran tribulación, el mundo no lo ha conocido, ha sido perseguido y calumniado. Quienes han caminado con Jesús y ahora gozan con su dicha; nos ofrecen el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión.
San Juan en la primera carta, llama la
atención de sus destinatarios para que no dejen de asombrarse y admirar el
inmenso amor de Dios que nos ha hecho a todos hijos suyos. Somos hijos por
puro regalo de su amor, gracias a la pasión, muerte y resurrección
de su Hijo Jesús.
El pasaje del evangelio que nos presenta
hoy la liturgia, corresponde a la versión de San Mateo de las bienaventuranzas.
Jesús es presentado subiendo al monte. Con Jesús como nuevo Moisés, va a tener
lugar el acto fundacional del nuevo pueblo de Dios. Los signos de pertenencia a
este nuevo pueblo no son principios abstractos, sino que Jesús recoge en su
proclamación situaciones que vivían de hecho sus miembros.
Algunas son padecidas por ellos: la pobreza, el llanto, el hambre y la sed, los malos
tratos y la persecución. Son situaciones de sufrimiento que se ven obligados a
padecer, a causa de su dedicación a la construcción de este nuevo modelo de
sociedad, llamado Reino de Dios.
Otras son generadas por ellos y Jesús declara bienaventurados a los que viven
con radicalidad y realismo en la vida las exigencias del reino.
La santidad, no es un logro que se alcanza
en un más allá y que la Iglesia reconoce; sino un estilo de vida en este más
acá, traducido en obras de amor, de misericordia, de justicia y de paz.
La presentación de las bienaventuranzas en la festividad de todos los Santos es
porque ellas son en verdad un camino de santidad. En ellas
encontramos una brújula en nuestro trabajo por alcanzar la
santidad, entendida ésta, como la lucha constante por abrirnos cada vez más, al
paso de Dios y dejar que en el cada día nos dé, la plenitud de la vida.
Para muchos la palabra “santo” evoca a
gente vestida con ropa propia de otras épocas, con una vida bastante distinta,
algunas veces con muchas rarezas, a la de sus contemporáneos y que casi siempre
eran obispos, frailes o monjas. Nos cuesta imaginarnos un santo con jean o
haciendo tareas domésticas y con una vida tan normal como la nuestra. Hemos
identificado ser santo con algo estático, con ser raro, aburrido
o absurdamente sacrificado. En otras ocasiones identificamos al santo con
el ser cuasi perfecto y como modelo que se hace inalcanzable.
Sin embargo el Concilio Vaticano II, en
varias ocasiones, recuerda que “los fieles de cualquier condición y
estado son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la perfección de la
santidad por la cual el mismo Padre es perfecto”. Con este llamamiento a la
santidad no se nos invita a ninguna forma absurda de vida o a caminar hacia una
meta imposible. Aspirar a la santidad es aspirar a la felicidad total que todo
hombre desea.
El Dios de la paz, de la felicidad nos
llama a la plenitud. Los hombres somos seres incompletos, inacabados; a los
cuales Dios les ha concedido un don. Cada uno de nosotros es consciente de lo
que Dios puso en sus manos y de lo que en cada momento debe ser el fruto de ese
don. Ser santos no eshacer necesariamente milagros, ni dejar obras
sorprendentes para la historia.
Los santos nos demuestran que seguir a
Cristo es posible, y que vale la pena. Estos hombres y mujeres tuvieron
defectos, cometieron pecados, no eran perfectos. Fueron “normales”. Pero
creyeron en el Evangelio, y que la gracia supera abundantemente nuestras
limitaciones. Los santos han tenido a Dios como anhelo y fundamento
determinante de sus vidas y por eso sus vidas fueron
transformadas. Algunos han dejado huella profunda. Otros han pasado
desapercibidos. Hombres y mujeres así, no sólo existieron en el pasado, sino
también hoy andan por nuestras calles, trabajan en nuestras fábricas, caminan a
nuestro lado o sufren en nuestros hospitales.
Porque la santidad es tener confianza,
esperanza, alegría, porque Jesús está con nosotros, haciendo posible una
nueva vida; que invierte los valores de este mundo y acepta los del evangelio
sin medias tintas. Santo es quien ha decidido
construir ese nuevo mundo bienaventurado donde los hombres se aman, se
quieren, son solidarios y se ayudan, donde no se rechazan unos a otros por su
condición social, dinero, poder. Santo es el que no
abandona la lucha aunque sea lenta y fatigosa. Santidad escuando,
a pesar de todo y de todos, se mantiene la esperanza de que la
lucha realizada por y con Jesús, tendrá un buen final y la fraternidad entre
los hombres irá haciéndose realidad hasta que todos seamos auténticamente
hermanos. Así es el hombre santo y bienaventurado que ha descubierto la
mejor parte, la que nunca le será quitada.
Para discernir
¿Siento el llamado a la santidad?
¿Qué lugar ocupan las bienaventuranzas en
mi vida cristiana?
¿Estoy convencido que ser santo en el
mundo de hoy vale la pena?
Repitamos a lo largo de este día
…Sean santos como su Padre Celestial…
Para la lectura espiritual
…”Tu verdadera identidad es ser hijo de
Dios. Ésa es la identidad que debes aceptar. Una vez que la hayas reivindicado
y te hayas instalado en ella, puedes vivir en un mundo que te proporciona mucha
alegría y, también, mucho dolor. Puedes recibir tanto la alabanza como el
vituperio que te lleguen como ocasiones para fortalecer tu identidad
fundamental, porque la identidad que te hace libre está anclada más allá de
toda alabanza y de todo vituperio humano. Tú perteneces a Dios y, como hijo de
Dios, has sido enviado al mundo.
Dado que ese lugar profundo que hay dentro
de ti y donde se arraiga tu identidad de hijo de Dios lo has desconocido
durante mucho tiempo, los que eran capaces de afectarte han tenido sobre ti un
poder repentino y a menudo aplastante. Pero no podían llevar a cabo aquel papel
divino, y por eso te dejaron, y te sentiste abandonado. Pero es precisamente
esta experiencia de abandono la que te ha atraído a tu verdadera identidad de hijo
de Dios.
Sólo Dios puede habitar plenamente en lo
más hondo de ti. Puede ser que haga falta mucho tiempo y mucha disciplina para
volver a unir tu yo profundo, escondido, con tu yo público, que es conocido,
amado y aceptado, aunque también criticado por el mundo; sin embargo, de manera
gradual, podrás empezar a sentirte más conectado a él y llegar a ser lo que
verdaderamente eres: hijo de Dios”…
H. J. M. Nouwen, La voz del amor, Brescia 21997, pp.
98ss, passim.
Para rezar
Ser santo es seguir siendo
una persona normal y corriente,
que siente la insatisfacción
que produce una visión del mundo,
donde los hombres aceptan
como necesidad el tener mucho dinero.
Ser santo es sentir la preocupación
del desempleo, del paro, y solidarizarse
con quienes lo sufren para paliar su
necesidad;
y trabajar para que los responsables
tengan una mentalidad menos lucrativa y
más social.
Ser santo es ofrecer nuestra amistad
a quien se encuentra solo,
ser capaz de temblar cuando descubrimos
la incomunicación que nuestro mundo
masificado nos transmite,
y contagia a través de sus aparatos.
Ser santo es no aceptar la violencia
a la que nos lleva la competencia,
el odio que despierta en nosotros
la separación de los hombres con
barreras económicas, sociales,
religiosas, raciales, nacionales.
Ser santo es buscar la superación
de todas las situaciones negativas
que producen sufrimiento en los hombres.
Ser santo es saberse hijo de Dios,
llamar con la vida, no con la lengua,
a Dios como Padre, lo que significa
querer estrechar con los hombres
unos lazos mayores de hermandad para,
todos juntos, poder invocarlo como Padre.
Ser santo es vivir con la limpieza
de corazón suficiente, como para caminar
por la vida sin segundas intenciones,
ofreciendo sinceridad y confianza.
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